No somos ajenos a lo que ocurre, sino todo lo contrario, somos actores centrales en este escenario que es el mundo.
Todos los días vemos algo que nos asusta, o nos conmueve, o nos escandaliza. Una nueva legislación aceptando el aborto, ese crimen abominable. O un nuevo avance de la negación de la distinción clara entre hombre y mujer, promoviendo la libre elección del “género” por parte de las personas. O quizás una nueva iniciativa contra la libertad religiosa, atacando a quienes desean hacer de Dios el centro de sus vidas. No falte un nuevo país tomado por el ateísmo militante, ese tipo de liderazgo político que trata de “matar” a Dios en la sociedad gobernada. O una nueva escalada de jóvenes tomados por el alcohol o las drogas. Alrededor nuestro, publicidad que promueve toda clase de perversiones como “modelo de vida”.
Ser padre en estos tiempos hace a uno sentirse “esclavo de sus propios hijos”, ya que ese es el ejemplo que ellos reciben en sus escuelas, o en las casas de sus amigos. ¿Cómo educarlos en un modelo que es diametralmente opuesto al que el mundo les propone? Uno desearía sentarse a hablar con los padres de los amigos de nuestros hijos, o con sus maestros y profesores, para intentar “cambiarles el entendimiento de lo que la vida significa en realidad”. Pero la marea de “ideas distorsionadas” es tan fuerte que uno suele encontrarse en seria desventaja numérica, e inmediatamente sujeto al mote de “recalcitrante fanático religioso” o cualquier otro calificativo similar. En cualquier caso, con algunas miradas basta para comprender como nos ven, en líneas generales.
En estos tiempos, leer el periódico o mirar las noticias produce sufrimiento y angustia. Sin embargo, hay una pregunta que duele mucho más que las noticias horrorosas que nos invaden. ¿Cuánta gente se da cuenta de lo que realmente esta pasando? ¿Cuántas personas creen que muchas de esas cosas son normales, o hasta buenas, o quizás fruto del progreso del mundo? Lo más triste es que la respuesta es “muchos”. ¿Cuantas madres promueven el alcohol en sus hijos diciendo que “a esa edad yo también lo hacía, es parte de la locura de la juventud”? ¿O cuantos ven con buenos ojos que se elimine a Dios de la vida de la sociedad con el argumento de que “hay que dejar que cada uno decida que hacer con su vida privada”? En la misma línea, ¿cuantas familias evitan el bautismo de sus hijos “porque ellos deben ejercer su libre opción una vez adultos”? Me pregunto, la decisión de traerlos al mundo, ¿quién la tomó? ¿Acaso no fueron sus padres?
La confusión avanza a pasos agigantados, y es tan destructivo su poder, que el deterioro del mundo es bienvenido a brazos abiertos por la mayor parte de la humanidad. ¿Qué debemos hacer? ¿Acaso ser simples espectadores de esta tragedia que empuja al mundo barranca abajo, hacia un precipicio de dudosa pendiente y más dudosa aún profundidad? Definitivamente no. Aquellos que creemos en Dios, y tenemos la formación necesaria para advertir lo que ocurre, debemos actuar.
Lo dijo claramente Juan Pablo II, “la Iglesia es misionera y los cristianos debemos vivir una vida de misión”. Este principio básico que impulsa nuestra vida como miembros del Cuerpo Místico de Cristo, se puede definir de modo tan simple como el de embarcarnos en una Nueva Evangelización. La difusión del Evangelio y de la Buena Noticia de Jesucristo como Salvador de la humanidad es nuestra causa de vida, es la sangre que corre por las venas de la Iglesia. La misión es personal e indelegable, cada uno de nosotros tiene ese mandato impreso en la Voluntad de Dios para nuestro tránsito por esta vida.
El deterioro del mundo, tan visible y en continuo movimiento, no es excusa ni explicación para que la ardua misión de la evangelización se detenga. Todo lo contrario. Dios nos llama a una Nueva Evangelización como respuesta a este ataque a la esencia de la fe. Recuerdo aquellas épocas en que la caída del muro de Berlín dio por tierra con el sueño de una “sociedad sin Dios” que el modelo comunista había impuesto a fuego y terror durante décadas. Mirando retrospectivamente, pienso que muchos asumimos que esos ataques a la libertad religiosa iban a quedar en el olvido. No. El mismo “espíritu destructor de almas y corruptor de conciencias” encontró el modo de atacar de modos mucho más sutiles, pero siempre con el mismo propósito.
La Nueva Evangelización es la respuesta que debemos dar, porque Jesús es la única solución a todas nuestras necesidades. Sin Jesucristo, nada se logra, la vida transita vacía y sin propósito. Esto no quiere decir imponer a los demás nuestras convicciones religiosas a fuego y espada, sino todo lo contrario. Dios no obliga a nadie, mucho menos podemos nosotros. La Evangelización debe realizarse con el suave “guante del amor”, de tal modo que nuestra acción misionera convenza a las almas de que Jesús ha tornado nuestro corazón, nos ha dado paz y alegría, aún en medio de las inclemencias de la vida.
El amor a Dios es lo que hará que la gente comprenda el horror del aborto, la miseria del alma sujeta al alcohol o las drogas, la inviolabilidad del principio de que “un hombre es un hombre y una mujer es una mujer” tal como Dios los ha creado, y la trascendencia de defender la libertad religiosa de las personas, sin limitar su fe ni su vida espiritual. La paz en el mundo no se logrará sin que volvamos nuestras miradas al Creador, a Aquel que nos ha dado todo para que seamos felices, no para nos matemos entre nosotros en medio de disputas interminables.
Avanza el enemigo, a paso redoblado, pero no somos ajenos a lo que ocurre, sino todo lo contrario, somos actores centrales en este escenario que es el mundo. Dios espera mucho de Su pueblo, porque si no somos nosotros quienes lo ayudamos a arrojar Luz y Verdad, ¿cómo se hará visible, para esta humanidad, el Camino hacia la Vida?
Autor: Oscar Schmidt
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