El gran signo que hace creíble - digno de fe - el mensaje evangélico es el mismo Jesucristo.
La Sábana Santa de Turín despierta un enorme interés en los medios de comunicación. Artículos periodísticos, reportajes televisivos y tertulias radiofónicas se ocupan con frecuencia del singular objeto, encontrado en 1358, que ha sido venerado por los fieles como icono - ¿acaso reliquia? - de Jesucristo.
Pese al secularismo reinante, el hombre sigue teniendo ansia de lo sagrado y experimenta curiosidad por aquellos indicios que transparentan de algún modo la dimensión de misterio que a todos nos envuelve, sin que logremos dominarla confinándola dentro de los estrechos márgenes de nuestra razón.
Para el creyente, el Santo Sudario no "prueba" nada, ni tiene por qué hacerlo. La fe - aunque conforme a la razón - no es fruto de la razón, sino don de Dios que capacita al hombre para comprometerse libremente en la aceptación de la Verdad que le sale al encuentro en la persona de Jesucristo, “Logos” divino que excede - superando y nunca anulando - los límites del "logos" humano.
Exageran, por consiguiente, quienes pretenden ver en la Sábana Santa una prueba de credibilidad del cristianismo. El gran signo que hace creíble - digno de fe - el mensaje evangélico es el mismo Jesucristo. Él - como indica el Concilio Vaticano II - "con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino" (Dei Verbum, 4).
Pero exageran también quienes otorgan a la ciencia un grado de certeza que ésta no aspira a alcanzar. Los resultados de la prueba del carbono 14 realizada por científicos de Tucson, Oxford y Zurich al lienzo custodiado en Turín constituyen, sin duda, "un" dato a tener en cuenta, pero no "el" dato definitivo que obligue sin más a descartar "a priori" la posibilidad de que la tela pudiese ser el sudario que envolvió el cuerpo de Jesús.
No es preciso sumergirse en la "noche de la razón", ni pecar mortalmente contra el espíritu ilustrado, para reconocer que - al menos después de Popper y de Thomas S. Kuhn - la ciencia es más consciente de sus límites y de la provisionalidad de sus conclusiones. Dejemos, sin miedo, que los científicos estudien el misterioso tejido y esperemos - sin angustias "cientistas" - a que se pongan de acuerdo sobre los resultados.
Frente a la arrogancia racionalista y frente al irracionalismo ascendente, apostemos por una confianza razonable en una razón humana consciente de sus posibilidades y de sus límites y, por ello mismo, abierta a la dimensión del misterio allí donde - tal vez - podamos captar el eco de sus huellas.
Catholic.net
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