Su erradicación exige, ante todo, actitudes morales inequívocas que nuestra sociedad, náufraga en los lodazales de una sexualidad libérrima, no se atreve a afrontar.
Afirmaba ayer un editorial de ABC dedicado a la pederastia que «algo falla en los resortes morales de la sociedad contemporánea», y añadía que «convendría afinar los mecanismos jurídicos, policiales y socioculturales» para evitar estos comportamientos patológicos.
Creo que la necesidad de afinar los mecanismos jurídicos y policiales está sobradamente asumida; pero la erradicación de la pederastia exige, ante todo, actitudes morales inequívocas que nuestra sociedad, náufraga en los lodazales de una sexualidad libérrima, no se atreve a afrontar.
Cada vez que una aberración sexual de estas características es desvelada, la sociedad se rasga farisaicamente las vestiduras y reclama la intervención rauda y severa de la justicia; en cambio, se muestra incapaz de ahondar en las raíces del mal que la corrompe, haciendo examen de conciencia. Las patologías sexuales poseen un factor genético incuestionable. Pero ese factor genético no basta para explicarlas: existe otro al menos igual de determinante que suele soslayarse, pues su análisis obligaría a la sociedad a contemplar ante el espejo el reflejo de su rostro, purulento y abominable. Me estoy refiriendo, claro está, al factor cultural.
Las patologías sexuales hallan su caldo de cultivo en ambientes sociales que favorecen la represión de la sexualidad (esto es comúnmente aceptado); también en aquellos que estimulan su hipertrofia, multiplicando hasta la saturación los mensajes libidinosos y promoviendo la práctica de una sexualidad liberada de cortapisas. Naturalmente, formular esta segunda posibilidad nos convierte inmediatamente en reaccionarios, pues la sociedad contemporánea se siente muy cómoda y feliz convertida en un perro de Pavlov que responde sin rebozo a cualquier estímulo sexual. Pero mientras no aceptemos que la sexualidad humana es una fuerza arrasadora que exige diques y contenciones, los casos de pederastia y de otras aberraciones sexuales se multiplicarán en progresión geométrica. Una vez detectados, podremos castigarlos con severidad; pero el castigo nunca bastará para erradicar una enfermedad social que, en sus manifestaciones más morbosas, puede llegar a pisotear lo más sagrado.
Hasta que no entendamos que la sexualidad debe ser encauzada hacia manifestaciones sanas, controladas y responsables, seguiremos padeciendo estos sobresaltos. La sexualidad humana, cuando se permite que campe por sus fueros, acaba aspirando a nuevos finisterres imaginativos que hasta entonces le han sido vedados.
Pensemos, por ejemplo, en la multitud de programas televisivos que hacen de la incitación sexual motivo recurrente, so capa de un entretenimiento desinhibido o - lo que aún resulta más sórdido - de una divulgación educativa. El espectador asiduo de estos programas, abrumado por el despliegue de reclamos eróticos, se convierte sin saberlo en un salido chorreante de flujos y deseoso de poner en práctica las enseñanzas que acaba de recibir.
Enseñanzas que, por supuesto, parten siempre de la misma premisa: «En sexo todo está permitido, siempre que la otra parte consienta». Como la búsqueda de ese consentimiento suele ser ardua, casi irrealizable, el espectador de estos programas se queda con la cantinela permisiva. Uno de los pederastas recientemente detenido acaba de reconocerse «incapaz de mantener relaciones con adultos»; inevitablemente, al toparse con este obstáculo insalvable, el torrente desatado de su sexualidad ha buscado el desaguadero del sexo infantil. A los niños ni siquiera hace falta pedirles permiso.
Desengañémonos: mientras aceptemos con pasivo deleite nuestro papel de perros de Pavlov ante la incitación sexual, no hará sino crecer abrumadoramente el número de las patologías sexuales.
Por: Juan Manuel de Prada
BENEDICTO XVI:
“LOS PEDÓFILOS SERÁN TOTALMENTE EXCLUIDOS DEL SACERDOCIO”
Benedicto XVI ha confirmado que hará “todo lo posible” para que no se repitan los casos de sacerdotes pederastas que han sacudido a la Iglesia católica en los Estados Unidos.
“Los pederastas serán totalmente excluidos del sacerdocio”.
“Nos avergonzamos profundamente y haremos todo lo posible para que esto no se repita en el futuro”.
“La iglesia tratará de seleccionar a los candidatos al sacerdocio de manera que, sólo las personas verdaderamente íntegras, puedan ser admitidas”.
“Es más importante tener buenos sacerdotes que muchos sacerdotes”
“Cuando leo las historias de esas víctimas, para mí es difícil comprender cómo ha sido posible, que los sacerdotes hayan traicionado, de esta manera, su misión de dar el amor de Dios a esos niños”
Conferencia de Prensa antes de viajar a Washington.
15 de Abril 2008
Afirmaba ayer un editorial de ABC dedicado a la pederastia que «algo falla en los resortes morales de la sociedad contemporánea», y añadía que «convendría afinar los mecanismos jurídicos, policiales y socioculturales» para evitar estos comportamientos patológicos.
Creo que la necesidad de afinar los mecanismos jurídicos y policiales está sobradamente asumida; pero la erradicación de la pederastia exige, ante todo, actitudes morales inequívocas que nuestra sociedad, náufraga en los lodazales de una sexualidad libérrima, no se atreve a afrontar.
Cada vez que una aberración sexual de estas características es desvelada, la sociedad se rasga farisaicamente las vestiduras y reclama la intervención rauda y severa de la justicia; en cambio, se muestra incapaz de ahondar en las raíces del mal que la corrompe, haciendo examen de conciencia. Las patologías sexuales poseen un factor genético incuestionable. Pero ese factor genético no basta para explicarlas: existe otro al menos igual de determinante que suele soslayarse, pues su análisis obligaría a la sociedad a contemplar ante el espejo el reflejo de su rostro, purulento y abominable. Me estoy refiriendo, claro está, al factor cultural.
Las patologías sexuales hallan su caldo de cultivo en ambientes sociales que favorecen la represión de la sexualidad (esto es comúnmente aceptado); también en aquellos que estimulan su hipertrofia, multiplicando hasta la saturación los mensajes libidinosos y promoviendo la práctica de una sexualidad liberada de cortapisas. Naturalmente, formular esta segunda posibilidad nos convierte inmediatamente en reaccionarios, pues la sociedad contemporánea se siente muy cómoda y feliz convertida en un perro de Pavlov que responde sin rebozo a cualquier estímulo sexual. Pero mientras no aceptemos que la sexualidad humana es una fuerza arrasadora que exige diques y contenciones, los casos de pederastia y de otras aberraciones sexuales se multiplicarán en progresión geométrica. Una vez detectados, podremos castigarlos con severidad; pero el castigo nunca bastará para erradicar una enfermedad social que, en sus manifestaciones más morbosas, puede llegar a pisotear lo más sagrado.
Hasta que no entendamos que la sexualidad debe ser encauzada hacia manifestaciones sanas, controladas y responsables, seguiremos padeciendo estos sobresaltos. La sexualidad humana, cuando se permite que campe por sus fueros, acaba aspirando a nuevos finisterres imaginativos que hasta entonces le han sido vedados.
Pensemos, por ejemplo, en la multitud de programas televisivos que hacen de la incitación sexual motivo recurrente, so capa de un entretenimiento desinhibido o - lo que aún resulta más sórdido - de una divulgación educativa. El espectador asiduo de estos programas, abrumado por el despliegue de reclamos eróticos, se convierte sin saberlo en un salido chorreante de flujos y deseoso de poner en práctica las enseñanzas que acaba de recibir.
Enseñanzas que, por supuesto, parten siempre de la misma premisa: «En sexo todo está permitido, siempre que la otra parte consienta». Como la búsqueda de ese consentimiento suele ser ardua, casi irrealizable, el espectador de estos programas se queda con la cantinela permisiva. Uno de los pederastas recientemente detenido acaba de reconocerse «incapaz de mantener relaciones con adultos»; inevitablemente, al toparse con este obstáculo insalvable, el torrente desatado de su sexualidad ha buscado el desaguadero del sexo infantil. A los niños ni siquiera hace falta pedirles permiso.
Desengañémonos: mientras aceptemos con pasivo deleite nuestro papel de perros de Pavlov ante la incitación sexual, no hará sino crecer abrumadoramente el número de las patologías sexuales.
Por: Juan Manuel de Prada
BENEDICTO XVI:
“LOS PEDÓFILOS SERÁN TOTALMENTE EXCLUIDOS DEL SACERDOCIO”
Benedicto XVI ha confirmado que hará “todo lo posible” para que no se repitan los casos de sacerdotes pederastas que han sacudido a la Iglesia católica en los Estados Unidos.
“Los pederastas serán totalmente excluidos del sacerdocio”.
“Nos avergonzamos profundamente y haremos todo lo posible para que esto no se repita en el futuro”.
“La iglesia tratará de seleccionar a los candidatos al sacerdocio de manera que, sólo las personas verdaderamente íntegras, puedan ser admitidas”.
“Es más importante tener buenos sacerdotes que muchos sacerdotes”
“Cuando leo las historias de esas víctimas, para mí es difícil comprender cómo ha sido posible, que los sacerdotes hayan traicionado, de esta manera, su misión de dar el amor de Dios a esos niños”
Conferencia de Prensa antes de viajar a Washington.
15 de Abril 2008
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