¿No pasas nunca debajo de una escalera? ¿Llevas un amuleto colgado del cuello? ¿Evitas que haya trece comensales en la mesa? ¿Intentas tocar la madera cuando ocurre algo que “da” mala suerte? ¿Te sientes influido en tu estado de ánimo porque el horóscopo que leíste hoy no te era favorable?
Si puedes responder “no” a estas preguntas, ni te inquietan otras tantas supersticiones populares, entonces puedes estar seguro de ser una persona bien equilibrada, con la fe y la razón en firme control de tus sugestiones.
En nuestra sociedad “tecnificada”, la falta de fe lleva a que cada vez haya más supersticiosos. La superstición es un pecado contra el primer mandamiento porque atribuye a personas o cosas creadas unos poderes que sólo pertenecen a Dios. La omnipotencia que sólo a Él pertenece se atribuye falsamente a una de sus criaturas.
Todo lo que ocurre nos viene de Dios; no del colmillo de un tiburón o las consejas de un curandero. Nada malo sucede si Dios no lo permite, y todo lo que ocurre en nuestra vida o en la ajena es para bien, para que aquello de algún modo contribuya a nuestra santificación o a la del prójimo.
Del mismo modo, solamente Dios conoce de modo absoluto los acontecimientos futuros, sin “quizás” ni probabilidades. Todos somos capaces de predecir hechos que seguirán a determinadas causas. Sabemos a qué hora llegaremos mañana a la oficina (si nos levantamos a tiempo); sabemos qué haremos el fin de semana próxima (siempre y cuando no haya imprevistos); los astrónomos pueden predecir la hora exacta en que saldrá y se pondrá el sol el 15 de febrero del año 2019 (si el mundo no acaba antes). Pero no sabemos qué día moriremos ni quién será el presidente de la república dentro de veinte años.
Dios conoce todo, tanto los eventos posibles como el feliz desarrollo de acontecimientos necesarios. De ahí que creer en adivinos o espiritistas sea un pecado contra la fe que Dios ha querido que tengamos en Él y en su providencia. El supersticioso es un crédulo que funda su fe en motivos al margen del plan de Dios. Los adivinos son hábiles charlatanes que combinan la ley de las probabilidades con el manejo de la psicología y la autosugestión del cliente, y llegan a convencer incluso a personas inteligentes y cultas.
En sí misma, la superstición es pecado mortal. Sin embargo, muchos de estos pecados son veniales por carecer de plena deliberación, especialmente en los casos de arraigadas supersticiones populares: números de mala suerte y días afortunados, tocar madera y cosas por el estilo. Pero si se hace con plena deliberación y deseo, acudir a esos adivinos, curanderos o espiritistas, el pecado es mortal.
Aun cuando no se crea en ellos, es pecado consultarlos profesionalmente. Incluso si lo que nos mueve es sólo la curiosidad, es ilícito, porque damos mal ejemplo y cooperamos al pecado ajeno.
Sobre este tema, la aparición de acontecimientos por encima de lo ordinario no puede ser debida sino al demonio. De ahí que la gravedad de la superstición se mide por la mayor o menor intervención del temible enemigo del hombre. Cuando hay invocación explícita del demonio, el pecado es gravísimo.
Si es implícita - por ejemplo, el que inconscientemente lo relaciona con fuerzas ocultas - el pecado también es mortal. De algún modo puede haber invocación implícita al demonio en las películas, obras teatrales, etcétera, que imprudentemente hacen aparecer intervenciones satánicas, para infundir terror, manifestar prodigios... a nuestro “hombre adulto” cada vez más deseoso de descargas de adrenalina.
Hay invocación explícita - confirmada y aceptada por los mismos autores - en la letra de las canciones de ciertos grupos musicales modernos. En ambos casos - visuales o auditivos - existe la obligación grave de no formar parte como espectador o como escucha.
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