La Anunciación es el primer capítulo del cumplimiento de las promesas de Dios a
su pueblo. Con el “Salve, llena de Gracia” del
Arcángel Gabriel y con el “Hágase en mí según tu
Palabra” de la Virgen María comienza la acción redentora de Jesús en el
mundo.
Nada se
sabía de la Madre de Jesús. Vivía en Nazaret. Oculta a los ojos de los hombres,
pero no a los ojos de Dios. Más adelante contará Ella misma los hechos que la
llevan a la maternidad, y a descubrir su vocación y su misión en la vida y en
los planes de Dios.
Hasta la
anunciación del arcángel Gabriel, María de Nazaret era una mujer israelita
perfectamente desconocida. Su vida trasciende la historia por el libre y
amoroso cumplimiento de la misión que le fue asignada desde la eternidad y que
Ella conoció a través del arcángel.
Nace en
una familia de la tribu de Judá; sus padres se llaman Joaquín y Ana. Diversas
tradiciones nos la sitúan muy pequeña en el Templo donde aprende la Sagrada
Escritura a un nivel no usual a las mujeres de Israel. Pero lo importante era
su trato con Dios desde el principio. En su infancia, o primera adolescencia,
es cuando percibe con claridad que Dios le pide vivir virgen por amor a Dios.
Su vida de oración es intensa para poder descubrir algo infrecuente: la entrega
total prescindiendo de algo tan bueno, y tan bendecido por Dios en todos los
libros santos y en la conciencia de los humanos, como el matrimonio y la
maternidad. Pero Dios quería de Ella ese modo de vivir que es amar con el
corazón indiviso, sin anticipos de cosas buenas, en oblación total. Más
adelante, Jesús dirá que no todos entienden estas cosas. Pero Ella entiende
porque, aunque no lo sepa, desde su concepción tiene un privilegio
especialísimo: no estar afectada por el pecado original y estar, por tanto,
llena de la gracia de Dios. Ella es amada de Dios de un modo nuevo, en
previsión de los méritos del que será su Hijo. Ella no lo sabe, pero sí sabe
que tiene una gran intimidad con Dios, que le ama de un modo pleno, que bebe
sus palabras y sintoniza plenamente con el querer divino.
Cuando
cumple trece años, sus familiares, siguiendo las costumbres del momento,
deciden poner los medios para que se case del mejor modo posible. Para eso
miran entre los varones de la tribu, y descubren uno que tiene todas las
condiciones: José, vecino también de Nazaret. Era justo, es decir, cumplidor de
la ley, honrado, trabajador, piadoso. Un buen hombre a ojos de todos, que puede
encajar muy bien con el carácter de María. Los planes de Dios siguen su curso.
Ahora podrá ser Madre virginal protegida a los ojos de todos por el Matrimonio
con José.
Al poco
tiempo acontece uno de los momentos culmen de la historia de los hombres. María
está en su casa, probablemente, recogida en oración. Cuando, de repente entró
un ángel. Quizá es una aparición con el resplandor de los que están en la vida
eterna cerca de Dios, quizá es más sencillo. Poco importa el modo; pues lo
sorprendente son sus palabras: ”Alégrate, llena de
gracia, el Señor es contigo Ella se turbó al oír estas palabras, y consideraba
qué significaría esta salutación”(Lc).
Aquel fue
un momento solemne para la historia de la humanidad: se iba a cerrar el tiempo
del pecado para entrar en el tiempo de la gracia; se pasa del tiempo de la
paciencia de Dios al de mayor misericordia. La creación entera está pendiente
del sí de una joven israelita. Es un momento de gran alegría en los cielos y en
la tierra, llega al mundo un gran amor divino. Dios habita en su alma de un
modo pleno, gozoso, amoroso. Ella es la hija de Dios Padre que siempre ha
correspondido al querer de Dios. María se sorprende, pero sin perder la
serenidad, pues reflexiona sobre el significado de estas palabras. Respeto y
sorpresa. “¿Es de Dios lo que oigo?”.
El ángel,
llamado Gabriel, nombre que significa “fuerte ante
Dios”, espera; y tras un breve silencio, pronuncia las palabras de su
embajada: “No temas, María, porque has hallado
gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le
pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el
Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la
casa de Jacob, y su Reino no tendrá fin” (Lc), para las vocaciones de
divinas, es como decir: escucha con atención, lo que vas a oír es Palabra de
Dios. Y luego la gran sorpresa: por especial gracia
de Dios concebirá, dará a luz.
El “no temas” es la introducción que usa la
Escripondrá por nombre al futuro rey de Israel, al Hijo de David que tendrá un
reino eterno. El momento tan esperado en Israel de la venida de un salvador ha
llegado. La virgen profetizada por Isaías es Ella. Comienzan, si María quiere,
los tiempos tan esperados de la gran misericordia de Dios.
María
escucha, piensa, y pone una objeción no de resistencia, sino de no entender
como Dios le puede pedir dos cosas que son incompatibles para el ser humanos:
la virginidad y la maternidad. ¡Era tan clara la llamada a ser virgen!
“María dijo al ángel: ¿De qué modo se hará esto, pues no conozco
varón?”. “Respondió el ángel y le dijo: El Espíritu Santo descenderá sobre tí y
el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá Santo,
será llamado Hijo de Dios. Y ahí tienes a Isabel, tu pariente, que en su
ancianidad ha concebido también un hijo, y la que era llamada estéril, hoy
cuenta ya el sexto mes, porque para Dios no hay nada imposible” (Lc). El ángel ha respondido a la duda, María ve,
ahora, la llamada anterior compatible con la maternidad que se le pide. Dios
quiere que su Hijo no sea un hijo de la carne con un padre humano, sino sólo de
Mujer. La única Mujer totalmente dócil a su querer.
El tiempo
se detiene. María reconoce el querer de Dios para Ella: su colaboración libre
en una empresa divina. Percibe que su maternidad va ser de una calidad
especial; ser la madre del Rey de Reyes, del Salvador, pero sobre todo ser
madre del Hijo del Altísimo, ser madre de Dios; porque la maternidad hace
referencia a la persona, y Ella introducirá al Hijo sempiterno en la vida de
los hombres. María tuvo que ser plenamente consciente de lo que estaba pasando
y de lo que se le pedía: no será un elemento pasivo en la gran tarea de la
redención. Y, desde una inteligencia preclara, sin la tiniebla del pecado, ve
con claridad meridiana la grandeza de lo que se le pide. Aunque tendrá
conocimiento más claro en la profecía de Simeón. Pero ve, sobre todo, el gran
derroche de Amor en el mundo. El mundo espera su respuesta. La espera Adán y
Eva desde el seol, la esperan los patriarcas, los ángeles, el cielo está en
suspenso ante la respuesta de María. Los segundos se hacen eternos. Cuando de
pronto surge de su boca el sí con acentos de entrega y fe consciente y amorosa: “Dijo entonces María: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según
tu palabra. Y el ángel se retiró de su presencia” (Lc).
Y el
Verbo se hizo carne en sus entrañas virginales. El Espíritu forma la humanidad
de Jesús y la une al Verbo. La Humanidad llega a su punto más alto: Dios se ha
unido al hombre en Jesús. No hay cumbre mayor a partir de entonces. Y el gozo
embarga el corazón de María llena de Dios, que además de hija de Dios Padre,
es, desde entonces, Madre de Dios Hijo.
Reproducido con permiso del Autor, Enrique Cases, Tres años con Jesús,
Ediciones internacionales universitarias
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