Mi fe católica me
sostuvo, especialmente el comprender que mi sufrimiento no era inútil sino que
lo podía unir al de Cristo Nuestro Señor. Nunca me sentí abandonado, sabiendo
que el Señor estaba conmigo, incluso cuando no entendía lo que Él estaba haciendo
durante la mayor parte de esos trece meses.
Hay mucha bondad en las
cárceles. A veces, estoy seguro, éstas pueden ser el infierno en la tierra. Yo
tuve la suerte de ser mantenido a salvo y de ser bien tratado. Me impresionó la
profesionalidad de los agentes penitenciarios, la fe de los reclusos, y la
existencia de un sentido de la moral incluso en los lugares más sombríos.
Estuve en régimen de
aislamiento durante trece meses, diez en Melbourne, y tres en la prisión de
Barwon. En Melbourne, el color del uniforme de la prisión era verde, pero en
Barwon se me asignó el color rojo brillante de los cardenales. Fui condenado en
diciembre de 2018 por abusos sexuales a menores, a pesar de mi inocencia, y a
pesar de la incoherencia del caso del Fiscal de la Corona contra mí. Finalmente
(en abril de este año), la Corte Suprema Australiana anuló mi condena por
unanimidad. Mientras tanto, había empezado a cumplir mi sentencia de seis años.
En Melbourne viví en la Célula
11, Unidad 8 de la quinta planta. Mi celda tenía unos 7 metros de largo y unos
dos de ancho, lo suficiente para mi cama, que tenía una base dura, un colchón
no demasiado grueso, y dos mantas. A la izquierda de la entrada había unos
estantes bajos con un hervidor de agua, una televisión, y espacio para comer.
Enfrente del pasillo estrecho había un lavabo con agua caliente y fría y una
ducha con agua caliente. A diferencia de muchos hoteles lujosos, tenía una
buena lámpara de lectura sobre mi cama. Ya que un par de meses antes de entrar
en prisión me habían puesto prótesis en ambas rodillas, usaba un bastón y me
proporcionaron una silla de hospital más alta, que fue una bendición. Las
regulaciones sanitarias requieren que cada recluso pase una hora fuera al aire
libre cada día, así que me permitieron pasar dos horas y media en Melbourne. En
ningún lugar de la Unidad 8 había cristales transparentes, así que sólo podía
saber si era de día o de noche, pero no mucho más desde mi celda. Nunca vi a
los otros once reclusos.
Ciertamente los oía. La Unidad
8 tenía doce pequeñas celdas a lo largo de una pared exterior, con los reclusos
«ruidosos» en un extremo. Mi celda estaba en el extremo «Toorak», llamado así por el barrio rico de Melbourne,
exactamente igual al extremo «ruidoso» pero generalmente sin los golpes ni los
gritos, sin los angustiados y enfadados, que eran con frecuencia drogadictos,
especialmente adictos a la metanfetamina. Solía sorprenderme la cantidad de
tiempo que aguantaban golpeando con sus puños, pero un agente me explicó que
daban patadas en el suelo como caballos. Algunos inundaban sus celdas o las
ensuciaban. De vez en cuando llamaban a los perros policía o tenían que usar
gases contra ellos. Durante mi primera noche creí oir a una mujer llorar; otro
prisionero llamaba a su madre.
Estuve en aislamiento por mi
propia seguridad, ya que los convictos por abusos sexuales a menores,
especialmente los clérigos, pueden ser objeto de ataques físicos o maltrato en
prisión. Sólo una vez fui amenazado de esta forma, cuando estaba en una de las
dos áreas adyacentes para ejercicios, separadas por una pared alta, con una
abertura a la altura de la cabeza. Mientra paseaba por el perímetro, alguien me
escupió a través del alambre de la abertura y empezó a insultarme. Fue algo
inesperado, así que volví furioso a la ventana a enfrentarme con el que me
insultaba y le reprendí. Se quitó de mi vista pero continuó ofendiéndome,
llamándome «araña negra» y otros términos poco agradables. Tras mi reprimenda
inicial, permanecí en silencio, aunque dije después que no saldría a
ejercitarme si ese individuo iba a estar en el área contigua. Un día o dos más
tarde, el supervisor de la unidad me dijo que el joven que me había ofendido
había sido cambiado de sitio, porque había hecho «algo
peor» a otro recluso.
En unas cuantas ocasiones
durante el largo confinamiento entre las 4:30 de la tarde hasta las 7:15 de la
mañana, fui acusado e insultado por otros reclusos de la Unidad 8. Una tarde oí
una acalorada discusión sobre mi culpabilidad. El que me defendía dijo que
estaba preparado para apoyar a un hombre que había sido públicamente apoyado
por dos Primeros Ministros. La opinión sobre mi culpabilidad o inocencia estaba
dividida entre los reclusos, como en la mayoría de los sectores de la sociedad
australiana, aunque los medios de comunicación, salvo honrosas excepciones,
eran claramente hostiles. Un periodista que había pasado décadas en prisión
escribió que yo era el primer sacerdote condenado del que había oído que tenía
algún apoyo entre los prisioneros. Y recibí sólo amabilidad y amistad de mis
tres compañeros reclusos en la Unidad 3 de Barwon. La mayoría de los agentes en
ambas prisiones reconocieron que yo era inocente.
Entre los reclusos el rechazo
hacia los perpetradores de abuso sexual juvenil es común en todo el mundo
angloparlante, un interesante ejemplo de la ley natural que emerge a través de
la oscuridad. Todos nosotros estamos tentados de despreciar a aquéllos que
pensamos que son peores que nosotros. Incluso los asesinos comparten el
desprecio hacia aquéllos que han violado a un joven. Sin embargo, irónicamente,
este desprecio no es malo del todo, ya que expresa una creencia en lo correcto
y lo erróneo, en el bien y el mal, que a menudo surge en las cárceles de formas
sorprendentes.
Muchas mañanas en la Unidad 8
podía oir los cánticos de los musulmanes. Otras veces se relajaban un poco y no
cantaban, aunque quizás rezaban en silencio. El lenguaje en la cárcel es áspero
y repetitivo, pero rara vez oí maldiciones o blasfemias. El recluso al que le
consulté pensaba que este hecho era un signo de fe, más que una prueba de la
ausencia de Dios. Sospecho que los prisioneros musulmanes, por su parte, no
toleran la blasfemia.
Me escribían reclusos de
muchas cárceles, algunos regularmente. Uno de ellos era un hombre que había
montado el altar cuando celebré la última misa de Navidad en la prisión
Pentridge en 1996, antes de que la cerraran. Otro simplemente dijo que estaba
perdido y en la oscuridad. ¿Podría sugerirle algún
libro? Le recomendé que leyese el evangelio de San Lucas y empezara con
la Primera Carta de San Juan. Otro era un hombre de fe profunda y devoto del
Padre Pío de Pietrelcina. Soñó que yo iba a ser liberado. Probó ser prematuro.
Otro me dijo que entre los delincuentes profesionales, la opinión generalizada
era que yo era inocente y todo había sido «amañado», añadiendo que era raro que
los delincuentes reconocieran la verdad, pero no los jueces.
Como el de muchos sacerdotes,
mi trabajo me había puesto en contacto con una amplia variedad de personas, así
que no me sorprendieron los reclusos. Los agentes fueron en cambio una
agradable sorpresa. Algunos eran amables, uno o dos casi hostiles, pero todos
se comportaban de forma profesional. Si hubiesen permanecido en silencio durante
meses, como los que vigilaron al cardenal Van Thuan cuando estuvo en
aislamiento en Vietnam, la vida habría sido mucho más dura. La hermana Mary
O´Shannassy, la principal encargada de la pastoral católica penitenciaria en
Melbourne con 25 años de experiencia, que hace un gran trabajo -¡un hombre condenado por asesinato me dijo que le daba
un poco de miedo!- reconoció que la Unidad 8 tenía un buen personal y
estaba bien dirigida. Después de que mi apelación a la Corte Suprema de
Victoria fue rechazada, consideré no apelar a la Corte Suprema de Australia,
dando como razón el hecho de que si los jueces iban simplemente a cerrar filas,
no necesitaba cooperar en una farsa tan cara. El jefe de la prisión de
Melbourne, un hombre más grande que yo y bastante directo, me animó a
perseverar. Me animé y le estoy agradecido.
En la mañana del 7 de abril,
la televisión nacional retransmitió el anuncio del veredicto de la Corte
Suprema. Vi desde mi celda, en el canal 7, cómo un sorprendido joven reportero
informaba a Australia de mi absolución y se mostró aún más perplejo ante el
hecho de que hubiese sido por unanimidad de los siete jueces. Los otros tres
reclusos de mi unidad me felicitaron, y pronto fui liberado en un mundo
confinado por el coronavirus. Mi viaje fue extraño. Dos helicópteros de la
prensa me siguieron desde Barwon hasta el convento de carmelitas de Melbourne,
y al día siguiente, dos coches de la prensa me acompañaron los 880 km hasta
Sydney.
Para muchos, el tiempo en
prisión es una oportunidad de ponderar y hacer frente a las verdades
elementales. La vida en prisión eliminó cualquier excusa de que estaba
demasiado ocupado para rezar, y mi horario regular de oración me sostenía.
Desde la primera noche, siempre tenía un breviario (incluso de otro tiempo
litúrgico), y recibía la sagrada comunión cada semana. En cinco ocasiones
asistí a misa, aunque no pude celebrarla, un hecho que lamenté especialmente en
Navidad y en Pascua de Resurrección.
Mi fe católica me sostuvo,
especialmente el comprender que mi sufrimiento no era inútil sino que lo podía
unir al de Cristo Nuestro Señor. Nunca me sentí abandonado, sabiendo que el
Señor estaba conmigo, incluso cuando no entendía lo que Él estaba haciendo
durante la mayor parte de esos trece meses. Durante muchos años, yo les había
dicho a los que sufrían y a los que estaban agobiados que el Hijo de Dios,
también pasó por pruebas en esta tierra, y ahora yo mismo era consolado por
este hecho. Así que recé por mis amigos y enemigos, por los que me apoyaban y
por mi familia, por las víctimas de abuso sexual, y por mis compañeros de
prisión y agentes penitenciarios.
Georger Cardinal Pell
Traducido
para InfoCatólica por Ana María Rodríguez y Manuel Pérez Peña
Publicado
originalmente en First Things








No hay comentarios:
Publicar un comentario