En esto consiste
precisamente la guerra que sentimos todos los días entre el espíritu y la
carne, entre nuestro hombre exterior, que
depende de los sentidos, y el hombre interior que depende de la razón.
El Apetito Sensual... o sensitivo; se les llama, ordinariamente, afectos,
y a éstos se les llama pasiones. El apetito intelectual o racional, llamado
Voluntad. Cuántas veces sentimos pasiones en el apetito sensual o en la
concupiscencia, contrarios a los afectos que, al mismo tiempo, sentimos en el
apetito racional o en la voluntad! ¡Cuántas veces temblamos de miedo entre los
peligros a los cuales nuestra voluntad nos conduce y en los que nos obliga a
permanecer! ¡Cuántas veces aborrecemos los gustos en los cuales nuestro
apetito sensual se complace, y amamos los bienes espirituales, que tanto le
desagradan!
En esto consiste precisamente la
guerra que sentimos todos los días entre el espíritu y la carne, entre nuestro hombre exterior, que depende de los sentidos, y el
hombre interior que depende de la razón.
Estos afectos son más o menos
nobles y espirituales, según que sean más o menos
elevados sus objetos, y según que se hallen en un plano más o menos encumbrado
de nuestro espíritu; porque hay afectos que proceden del razonamiento fundado
en los datos que nos procura la experiencia de los sentidos; los hay que se
originan del estudio de las ciencias humanas; otros estriban en motivos de fe;
otros, finalmente, nacen del simple sentimiento y conformidad del alma con la
verdad y la voluntad divina.
Los primeros se llaman
afectos naturales, porque, ¿quién hay que no desee
naturalmente la salud, lo necesario para comer y vestir, las dulces y
agradables conversaciones?
Los segundos se llaman afectos
racionales, porque se apoyan en el
conocimiento espiritual de la razón, por la cual nuestra voluntad es movida a
buscar la tranquilidad del corazón, las virtudes morales, el verdadero honor,
la contemplación filosófica de las verdades eternas.
Los afectos pertenecientes a la
tercera categoría se llaman cristianos, porque
nacen de la meditación de la doctrina de Nuestro Señor, que nos hace amar la
pobreza voluntaria, la castidad perfecta, la gloria del paraíso.
Pero los afectos del supremo
grado se llaman divinos y sobrenaturales, porque
es el mismo Dios quien los infunde en nuestras almas, y se refieren y tienden a
Dios sin la intervención de discurso alguno ni de luz alguna natural, como se
puede fácilmente concebir por lo que pronto diremos acerca de los afectos que
se sienten en el santuario del alma.
Estos afectos sobrenaturales se
reducen principalmente a tres: el amor del espíritu a las
bellezas de los misterios de la fe; el amor a la utilidad de los bienes, que se
nos han prometido en la otra vida, y el amor a la soberana bondad de la
santísima y eterna Divinidad.
CÓMO
EL AMOR DE DIOS DOMINA SOBRE LOS DEMÁS AMORES
La voluntad gobierna todas las
demás facultades del espíritu humano; pero
ella es gobernada por su amor, que la hace tal cual es. Ahora bien, entre todos
los amores, el de Dios es el que
tiene el cetro, y de tal manera la autoridad y el mando están inseparablemente
unidos a su naturaleza, que, si no es el dueño, deja al instante de ser, y
perece.
Y, aunque hay otros afectos
sobrenaturales en el alma, como el temor, la piedad, la
fuerza, la esperanza, sin embargo el amor divino es el dueño, el heredero y el
superior, ya que en su favor ha sido el cielo prometido al hombre. La salvación
se muestra a la fe, es preparada por la esperanza, pero sólo se da a la
caridad.
La fe muestra el camino hacia la
tierra prometida, como una columna formada de
fuego y nubes, es decir, clara y obscura; la esperanza nos alimenta con la
suavidad del maná; pero la caridad nos introduce en ella, como arca de la
alianza, que nos abre el paso del Jordán, es decir, del juicio, y que
permanecerá en medio del pueblo, en la tierra celestial prometida a los
verdaderos israelitas, donde la columna de la fe ya no sirve de guía, ni de
alimento al maná de la esperanza.
El santo amor establece su morada
en la más alta y encumbrada región del espíritu, donde
hace sus sacrificios y sus holocaustos a la divinidad, tal como Abraham hizo el
suyo, y de la misma manera que Nuestro Señor se inmoló sobre el Calvario, para
que, desde un lugar tan elevado sea visto y oído por su pueblo, es decir, por
todas las facultades y afectos del alma, que él gobierna con una dulzura sin
igual; porque el amor no tiene forzados ni esclavos, sino que reduce todas las
cosas a su obediencia con una fuerza tan deliciosa que, así como nada es tan
fuerte como el amor, nada es tan amable como su fuerza.
Las virtudes están en el alma
para moderar sus movimientos, y la caridad, como
la primera entre todas las virtudes, las rige y las templa todas, no sólo
porque el primer ser, en cada una de las especies, es la regla y la medida de
todos los demás, sino también porque, habiendo Dios creado el hombre a su imagen y semejanza,
quiere que, como en él, todo esté ordenado por el amor y para el amor.
La voluntad, al darse cuenta del
bien y al sentirlo, por medio del
entendimiento, que se lo presenta, experimenta en seguida una complacencia y un
deleite en este hallazgo, que la mueve y la inclina, suave, pero fuertemente,
hacia este objeto amable, para unirse con él; y, para llegar a esta unión, la
impele a buscar todos los medios que son más a propósito.
Luego la voluntad tiene una
conveniencia estrechísima con el bien; esta
conveniencia produce la complacencia, que la voluntad siente cuando advierte la
presencia del bien; esta complacencia mueve e impele a la voluntad al bien;
este movimiento tiende a la unión, y, finalmente, la voluntad movida e
inclinada a la unión, busca todos los medios que se requieren para llegar a
ella.
Es cierto que, hablando en
general, el amor abarca, a la vez, todo lo que
acabamos de decir, como un frondoso árbol, que tiene por raíz la conveniencia
de la voluntad con respeto al bien; por pie la complacencia; por tallo el
movimiento; por ramas las indagaciones, las pesquisas, pero cuyo fruto es el
gozo y la unión.
El amor, pues, parece que está
compuesto de estas cinco partes principales, bajo
las cuales se contienen otras muchas más pequeñas, según iremos viendo en el
decurso de este tratado.
La complacencia y el movimiento o
vuelo de la voluntad hacia la cosa amable, es,
propiamente hablando, el amor; de suerte, que la complacencia no es más que el
comienzo del amor, y el movimiento o vuelo del corazón, que de ella se sigue,
es el verdadero amor esencial.
Pueden ambos recibir de verdad el
nombre de amor, pero de una manera diversa;
porque, así como el alba del día puede llamarse día, también esta primera
complacencia del corazón, en la cosa amada, puede llamarse amor; porque es el
primer amago del amor. Mas así como el verdadero día se pone el sol, de la
misma manera, la verdadera esencia del amor consiste en el movimiento y el
vuelo del corazón, que sigue inmediatamente a la complacencia y termina en la
unión.
La complacencia es la primera
sacudida o la primera emoción que el bien produce en la
voluntad, y esta emoción anda seguida del movimiento, por el cual la voluntad
camina y se acerca al objeto amado, en lo cual consiste propiamente el
verdadero amor. En otras palabras, la complacencia es el despertar del corazón;
el amor es la acción.
Por esta causa, este movimiento
nacido de la complacencia subsiste hasta
llegar a la unión y al gozo. Por lo que, cuando mira al bien presente, no hace
más que impeler el corazón, apremiarle, unir-lo y aplicarlo a la cosa amada, de
la cual llega a gozar por este medio; y entonces se llama amor de complacencia,
porque, luego que ha nacido de la primera complacencia, se termina en la
segunda, que siente cuando se une con el objeto presente.
Mas, cuando el bien hacia el cual
el corazón se inclina es un bien ausente o futuro, o cuando la unión no puede realizarse con la perfección deseada,
entonces el movimiento del amor, por el cual el corazón tiende, se dirige y
aspira a este objeto ausente, se llama propiamente deseo; porque el deseo no es
más que el apetito, la codicia, la avidez de las cosas que no tenemos y que, a
pesar de todo, de-seamos tener.
Existen, además de éstos, otros
movimientos amorosos, por los cuales deseamos
cosas que no esperamos ni pretendemos, los cuales, según me parece, pueden
propiamente llamarse aspiraciones; y, de hecho, tales afectos no se expresan
como los verdaderos deseos, porque, cuando manifestamos nuestros deseos,
decimos: quiero; más cuando manifestamos nuestros deseos imperfectos, decimos:
desearía o quisiera.
Estos anhelos o veleidades no son
sino como una miniatura del amor, que
puede llamarse amor de aprobación, porque, sin ninguna pretensión, el alma se
complace en el bien que conoce, y, no pudiéndolo desear de hecho, protesta que
de buen grado lo desearía, y reconoce que es verdaderamente apetecible.
Hay deseos y aspiraciones que todavía son más imperfectos que los que
acabamos de mencionar, porque su movimiento no se detiene entre la
imposibilidad o extrema dificultad de conseguir el objeto, sino ante la sola
incompatibilidad del deseo con otros deseos o quereres más poderosos.
Y estas aspiraciones que son
contenidas no por la imposibilidad, sino
por su incompatibilidad con otros más poderosos deseos, son quereres y deseos,
pero vanos, ahogados e inútiles. Cuando apetecemos cosas imposibles, decimos:
quiero, pero no puedo; cuando apetecemos cosas posibles, decimos: apetezco,
pero no quiero.
El hombre por la facultad
afectiva, que llamamos voluntad, tiende hacia el bien y se
complace en él, y guarda, con respecto a él esta gran conveniencia, que es la
fuente y el origen del amor. Ahora bien, no están, en manera alguna, en lo
cierto los que creen que la semejanza es la única conveniencia que produce el
amor. Porque, ¿quién ignora que los ancianos más cuerdos aman tiernamente y
quieren a los niños, y son recíprocamente amados por ellos?
Porque, algunas veces, prende más
fuertemente entre personas de cualidades contrarias, que entre las que son más
parecidas. Luego, la conveniencia, que es
causa del amor, no consiste siempre en la semejanza, sino en la proporción, en
la relación y en la correspondencia a los niños no por pura simpatía, sino porque la extrema simplicidad,
flaqueza y ternura de éstos realza y pone más de manifiesto la prudencia y el
aplomo de aquellos, y esta desemejanza es precisamente lo que
agrada; y los niños, a su vez, aman a los viejos, porque se ven acariciados y
cuidados por ellos, y porque merced a un secreto sentimiento, conocen que
tienen necesidad de su dirección.
Así el amor no nace siempre
de la semejanza y de la simpatía, sino de
la correspondencia y proporción, la cual consiste en que, por la unión, pueden
las cosas mutuamente perfeccionarse y mejorarse.
Pero, cuando a esta recíproca
correspondencia se junta la semejanza, el
amor que entonces se engendra es sin duda más patente; porque, siendo la
semejanza la imagen de la unidad, cuando dos cosas semejantes se unen por
correspondencia respecto a un mismo fin, es más bien unidad que unión lo que se
produce.
Luego, la conveniencia del amante
con la cosa amada es la primera fuente del
amor, y esta conveniencia consiste en la correspondencia, la cual no es otra
cosa que la mutua relación que hace a las cosas aptas para unirse, para
comunicarse alguna perfección. Pero esto se entenderá mejor en el decurso de
este tratado.
El gran Salomón
describe con un aire deliciosamente admirable los amores del Salvador
y del alma devota, en aquella obra divina que, por su exquisita dulzura, se
llama Cantar de los Cantares. Y, para elevarnos más dulcemente a la
consideración de este amor espiritual, que es práctica entre Dios y nosotros,
por la correspondencia de los movimientos de nuestros corazones con las
inspiraciones de su divina majestad, se vale de una continua representación de
los amores entre un casto pastor y una honesta pastora. Ahora bien, haciendo
que la esposa hable la primera, como sobrecogida por cierta sorpresa de amor,
pone, ante todo, en sus labios este suspiro: Reciba yo un ósculo de su boca.
En todos los tiempos y entre los
hombres más santos del mundo, ha sido el beso la señal
del afecto y del amor, y así se practicó entre los primeros cristianos como lo
testifica San Pablo cuando dice a los romanos y a los corintios: Saludaos
mutuamente, los unos a los otros con el ósculo santo.
Y, como creen muchos, Judas, para
dar a conocer a Nuestro Señor, empleó el beso porque este
divino Salvador besaba ordinariamente a sus discípulos cuando se encontraba con
ellos; y no sólo a sus discípulos, sino también a los niños, a los cuales
tomaba amorosamente en sus brazos, como ocurrió con aquel del cual sacó la
comparación para invitar tan solemnemente a los discípulos a la caridad del
prójimo. Muchos presumen que este niño fue San Marcial, según dice el obispo
Jansenius.
Siendo, pues, el beso la señal
viva de la unión de los corazones, la
esposa que no desea, en todas sus pretensiones, otra cosa que unirse con su
amado, exclama: Reciba yo un ósculo de su boca; como si dijera: ¿Cuándo será
que yo derramaré mi alma en su corazón y que Él derramará su corazón en mi
alma, para que así, felizmente unidos, vivamos inseparables?
Cuando el Espíritu divino quiere
hablar de un amor humano, emplea siempre palabras que
ex-presan unión y consorcio. En la multitud de los creyentes, dice San Lucas,
no había más que un sólo corazón y una sola alma. Nuestro Señor rogó al Padre
por todos los fieles, para que fuesen todos una misma cosa8. San Pablo nos
advierte que seamos celosos de conservar la unidad de espíritu por la unión de
la paz.
ESTAS UNIONES DE
CORAZÓN, DE ALMA Y DE ESPÍRITU SIGNIFICAN LA PERFECCIÓN DEL AMOR.
Que funde muchas almas en una sola. Es en este sentido que se dice que
el alma de Jonatás estaba
adherida al alma de David, es decir, según añade la Escritura, amó a David como
a su propia alma.
Luego
el fin del amor no es otro que la unión del amante con la cosa amada. Que
tal a todos nos suceda y Dios a ello nos ayude”.
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