lunes, 30 de abril de 2012

PECADOS


 
PECADO VENIAL

 Algunos creen que una falta menor no es problema, otros piensan que "en el amor no hay faltas menores" ¿Qué es exactamente un pecado venial y cuales son sus efectos?

 DEFINICIÓN Y NATURALEZA DEL PECADO VENIAL
"Se comete un pecado venial cuando no se observa en una materia leve la medida prescrita por la ley moral, o cuando se desobedece a la ley moral en materia grave, pero sin pleno conocimiento o sin entero consentimiento" (Catecismo, n. 1862).

Venial viene de la palabra venia, que significa perdón, y alude al más fácil perdón de este tipo de faltas: se remiten no exclusivamente en el fuero sacramental sino también por otros medios.

El pecado venial difiere sustancialmente del mortal, ya que no implica el elemento esencial del pecado mortal que es, como quedó explicado (cfr. 5.3.1), la aversión a Dios. En el pecado venial se da sólo el segundo elemento, una cierta conversión a las criaturas compatible con la amistad divina.

De acuerdo a la enseñanza de Santo Tomás, el pecado venial es un desorden en las cosas, un mal empleo de las fuerzas para caminar hacia Dios, pero en el que se conserva la ordenación fundamental al último fin: los pecados que incurren en desorden respecto a las cosas que orientan al fin, pero que conservan su orden al fin último, son m s reparables y se llaman veniales (S. Th., I-II, q. 88, a. 1).

El Papa Juan Pablo II explica: "…cada vez que la acción desordenada permanece en los límites de la separación de Dios, entonces el pecado es venial. Por esta razón, el pecado venial no priva de la gracia santificante, de la amistad con Dios, de la caridad, ni por lo tanto, de la bienaventuranza eterna" (Exhort. Apost. Reconciliación y Penitencia, n. 17, 2-XII-1984).

Para clarificar estos conceptos suele ponerse el ejemplo del que emprende un viaje con el objeto de llegar a un determinado lugar. El pecado mortal equivaldría al hecho de que ese viajero de pronto se pusiera de espaldas y comenzara a caminar en sentido contrario, alejándose así cada vez más de la meta buscada. En cambio, quien comete un pecado venial es como el viajero que simplemente hace una desviación, un pequeño rodeo, pero sin perder la orientación fundamental hacia el punto donde se dirige.

CONDICIONES PARA QUE HAYA PECADO VENIAL

UN PECADO PUEDE SER VENIAL POR DOS RAZONES:

1) porque la materia es leve (p. ej., una mentira jocosa, falta de aprovechamiento del tiempo en los estudios -que no tienen consecuencias graves en los exámenes-, una pequeña desobediencia a los padres, etc.);

2) porque siendo la materia grave, la advertencia o el consentimiento no han sido perfectos (p. ej., los pensamientos impuros semi-consentidos, una ofensa en un partido de futbol por apasionamiento, etc.).

CONVIENE TENER EN CUENTA TAMBIÉN QUE EL PECADO VENIAL OBJETIVAMENTE CONSIDERADO PUEDE HACERSE SUBJETIVAMENTE MORTAL POR LAS SIGUIENTES CAUSAS:

1) por conciencia errónea (p. ej., si se cree que una mentira leve es pecado grave, y se dice, se peca gravemente);

2) por un fin gravemente malo (p. ej., si se dice una pequeña mentira deseando cometer, gracias a ella, un hurto grave);

3) por acumulación de materia (p. ej., cuando se roba 10 más 10 más 10…);

4) por el grave detrimento que se siga del pecado venial:

a) de daños materiales (p. ej., el médico que por un descuido leve ocasiona la muerte del paciente);

b) de peligro de pecado mortal (p. ej., el que por curiosidad acude a un espectáculo sospechando que ser para él ocasión de pecado);

c) por peligro de escándalo (p. ej., el que inventa aventuras que llevan a otros a cometer pecados).

EFECTOS DEL PECADO VENIAL

EL PECADO VENIAL

- debilita la caridad,

- entraña un afecto desordenado a bienes creados,

- impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y la práctica del bien moral,

- merece penas temporales,

- el pecado venial deliberado y que permanece sin arrepentimiento, nos dispone poco a poco a cometer el pecado mortal.

No obstante, el pecado venial no nos hace contrarios a la voluntad y la amistad divinas; no rompe la Alianza con Dios. Es humanamente reparable con la gracia de Dios. No priva de la gracia santificante, de la amistad de Dios, de la caridad, ni, por tanto, de la bienaventuranza eterna" (Catecismo, n. 1863).

PECADO MORTAL

El pecado mortal implica la muerte del alma, porque destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios.

“Es la transgresión deliberada y voluntaria de la ley moral en materia grave”.

El pecado mortal implica la muerte del alma porque destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior.

Para vivir espiritualmente, el hombre debe permanecer en comunión con el supremo principio de vida, que es Dios, en cuanto es el último fin de todo su ser y obrar. Ahora bien, el pecado es un desorden perpetrado por el hombre contra ese principio vital. Y cuando por medio del pecado el alma comete una acción desordenada que llega hasta la separación del fin último Dios al que esta unida por la caridad, entonces se da el pecado mortal (Exh. Ap. “Reconciliación y Penitencia”, n. 17, del 2-XII-84).

EL PECADO MORTAL EN RELACIÓN A DIOS Y EN RELACIÓN AL HOMBRE

EN RELACIÓN A DIOS EL PECADO MORTAL SUPONE:

a) gravísima injusticia contra su supremo dominio al sustraerse de su ley;

b) desprecio de la amistad divina, manifestando enorme ingratitud para quien nos ha colmado de tantos y tan excelentes beneficios;

c) renovación de la causa de la muerte de Cristo;

d) violación del cuerpo del cristiano como templo del Espíritu Santo.

Por todo ello, teniendo en cuenta la distancia infinita entre el Creador y la criatura, el pecado mortal encierra una maldad en cierto modo infinita. Además, como el orden moral tiene carácter eterno ley eterna, destino eterno del hombre, su negación consciente rebasa el tiempo y llega hasta la eternidad.

EN RELACIÓN AL HOMBRE

El pecado mortal supone la negación del primer y más fundamental valor ontológico: la dependencia de Dios. La consecuencia primera ser la aversión habitual de Dios, de la que se siguen:

a) La pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de gracia. Con ello se pierden las virtudes infusas, los dones del Espíritu Santo y la presencia de inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma.

b) La pérdida de los méritos adquiridos durante la vida.

c) El oscurecimiento de la inteligencia que la misma ceguedad de la culpa lleva consigo.

d) La pérdida del derecho a la gloria eterna. Si no es rescatado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno; de modo que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin retorno (Catecismo, n. 1861).

e) El pecado atenta también contra la solidaridad humana, ya que el pecador no sólo se perjudica a sí mismo sino que, en virtud del dogma de la Comunión de los Santos, daña además a la Iglesia y aun a la totalidad de los hombres.

f) El reato de pena y esclavitud de Satanás; de hijo de Dios el hombre pasa a ser enemigo de Dios. El concilio de Trento (ses. 14, cap. 5) señala que “todos los pecados mortales, aun los de pensamiento, hacen a los hombres hijos de la ira y enemigos de Dios”.

Aunque el pecador no quiera el alejamiento de Dios, sabe muy bien que independientemente de sus deseos subjetivos, el orden moral objetivo establecido por Dios prohíbe o manda esta acción, castigando con la pena eterna el hacerla u omitirla y, a pesar de saber todo eso, la realiza o la omite. Por un instante de gozo, fugaz y pasajero, acepta quedarse sin su fin sobrenatural eterno.

CONDICIONES PARA QUE HAYA PECADO MORTAL

Para que haya pecado mortal se requiere que la acción reúna tres condiciones: materia grave, plena advertencia y perfecto consentimiento.

MATERIA GRAVE

No todos los pecados son igualmente graves, puesto que caben distintos grados de desorden objetivo en los actos malos, así como distintos grados de maldad subjetiva al cometerlos. Para que se de el pecado mortal se requiere materia grave, en sí misma (porque el objeto de aquel acto es en sí mismo grave, p. ej., el aborto) o en sus circunstancias (p. ej., por el escándalo que puede causar).

a) Para reconocer si la materia es grave, habrá que decir que todo aquello que sea incompatible con el amor a Dios supone materia grave (es claro, por ejemplo, que la blasfemia o la idolatría no admiten consorcio alguno con el amor a Dios).

b) Los que no siempre son mortales (llamados pecados graves, ex genere suo), ya que aunque se refieran a materia gravemente prohibida (p. ej., el hurto), admiten parvedad de materia, de modo que si sólo hay materia leve no pasan de pecado venial (p. ej., robar una cosa insignificante).

PLENA ADVERTENCIA

EN PRIMER LUGAR LA ADVERTENCIA SE REFIERE A DOS COSAS:

1) advertencia del acto mismo: es necesario darse cuenta de lo que se esté haciendo (p. ej., no advierte totalmente la acción el que está semidormido);

2) advertencia de la malicia del acto: es necesario advertir aunque sea confusamente que se está haciendo un pecado, un acto malo (p. ej., el que come carne en vigilia, pero ignora absolutamente que lo es, advierte la acción comer carne, pero no su ilicitud).

Cabe también decir que la advertencia moral no comienza sino cuando el hombre se da cuenta de la malicia del acto: mientras no se advierta esta malicia no hay pecado.

Sin embargo, también es preciso señalar que para que haya pecado no es necesario advertir que se esta ofendiendo a Dios; basta darse cuenta aunque sea confusamente que se realiza un acto malo.

PERFECTO CONSENTIMIENTO

Como el consentimiento sigue naturalmente a la advertencia, resulta claro que sólo es posible hablar de consentimiento pleno cuando ha habido plena advertencia del acto.

Si no hubo advertencia plena del acto o de su malicia, puede también decirse que falla el perfecto consentimiento para la realización de ese acto o para su imputabilidad moral.

Es importante distinguir entre `sentir” una tentación y `consentirla”. En el primer caso se trata de un fenómeno puramente sensitivo de la parte animal del hombre, mientras en el segundo es ya un acto plenamente humano, pues supone la intervención positiva de la voluntad.

No es siempre fácil saber si hubo consentimiento pleno. En el caso de duda sirve fijarse en lo que pasa ordinariamente: quien ordinariamente consiente debe juzgar que consintió, y al contrario. Igualmente es importante recordar que es ilícito proceder con duda: debe salirse de ella antes de actuar.

No debe confundirse el consentimiento semi-pleno o la falta de consentimiento con una acción voluntaria que alguien realiza bajo coacción física o moral superable.

Por ejemplo, aquel que, amenazado de muerte, inciensa un ídolo, hace un acto perfectamente consentido: ha aceptado positivamente en su voluntad el ser idólatra, aunque lo hiciera bajo coacción.

PECADOS ESPECIALES

Existen algunos pecados que son especialmente graves y que debemos conocer.


ALGUNOS PECADOS ESPECIALES SE AGRUPAN BAJO LOS SIGUIENTES NOMBRES:


PECADOS CONTRA EL ESPÍRITU SANTO

"El que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón nunca, antes bien será reo de pecado eterno" (Mc. 3, 29; cfr. Mt. 12, 32; Lc. 12, 10). No hay límites a la misericordia de Dios, pero quien se niega deliberadamente a acoger la misericordia de Dios mediante el arrepentimiento rechaza el perdón de sus pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo. Semejante endurecimiento puede conducir a la condenación final y a la perdición eterna (Catecismo, n. 1864). Entre estos pecados se incluyen la presunción de salvarse sin méritos, la desesperación, la impugnación de la verdad cristiana conocida, la obstinación en el pecado y la impenitencia final.

PECADOS QUE CLAMAN AL CIELO

Porque su influencia nefanda en el orden social pide venganza de lo alto. Suelen recibir esta denominación el homicidio, la homosexualidad, la opresión de los débiles, la retención de salario a los obreros.

PECADOS CAPITALES

Llamados así porque los demás suelen proceder de ellos como de su cabeza u origen. Clásicamente se citan la soberbia o vanagloria, la envidia, la avaricia, la ira, la lujuria, la gula y la pereza.

EL SENTIDO DEL PECADO EN LA SOCIEDAD ACTUAL

Desde filósofos hasta la gente que camina en la calle han influido en que nuestra sociedad tenga un percepción sobre qué es el pecado.

La civilización dominante ha intentado negar el pecado en todas sus dimensiones y suprimir el sentido de la muerte. Sin embargo, no ha conseguido evitar la angustia del hombre que se advierte limitado y no encuentra en la sociedad los medios suficientes para salir de esta situación. El profesor Cofta, profesor ordinario de Filosofía del Derecho en la Universidad de Roma, analiza las raíces filosóficas que están en la base de la pérdida del sentido del pecado en la sociedad contemporánea.

1. LOS FILÓSOFOS DE LA INOCENCIA

La cultura moderna, en sus aspectos más visibles y ostentosos, denuncia una voluntad decidida de anular el sentido del pecado. (Que esa imposición se haga precisamente para oscurecer una angustiosa presencia del pecado, es otra cuestión.) Por ello, el filósofo cristiano, sin necesidad de convertirse en teólogo, puede preguntarse cuáles son el significado y las consecuencias de este vacío.

La antropología cristiana reconoce que el hombre está en una situación de pecado. Es interesante notar cómo dos grandes filósofos cristianos, Pascal y Kierkegaard, han insistido en este punto. Según Pascal, el pecado original es un misterio, pero sin él no se puede comprender nada de la historia humana y del hombre en general. Sin este misterio, todo es misterioso, no se comprende nada del hombre.

Igualmente, Kierkegaard insiste en que el pecado original es esencial para la comprensión total del hombre y, por tanto, de la presencia continua del pecado.

PECADO CONTRA CIVILIZACIÓN

La cultura moderna está convencida exactamente de lo contrario: piensa que el misterio que ilumina - por seguir la idea de Pascal - el misterio de la vida es sólo un mito que impide el conocimiento de la realidad; es la mayor tiniebla que oculta las luces de la civilización. Aquí resulta oportuno recordar una frase de Lutero, que cito de memoria: la expresión más profunda del pecado está en no reconocernos pecadores.

Precisamente la cultura moderna que quiere anular el sentido del pecado, ha advertido y afrontado el problema a través de sus grandes filósofos, es decir, ha observado que la idea del pecado era el escollo que se debía eliminar, la piedra que cerraba el paso a un cierto tipo de concepción del hombre. Y lo ha afrontado de un modo a veces directo y explícito, y otras, en cambio, indirecto.

Dos de los más grandes filósofos que nos ha dado la cultura contemporánea lo han afrontado explícitamente: Rousseau y Hegel. Otros dos filósofos, por lo menos, que nos interesan aquí para dibujar el mapa de las más típicas negaciones del pecado, se han planteado el problema de modo más implícito: Saint-Simon y Marx.

ROUSSEAU: LA INOCENCIA ORIGINAL

Rousseau y Hegel constituyen casos verdaderamente únicos, porque son filósofos que han secularizado la teología. En Rousseau toda la aventura humana está representada en los mismos términos que en la Escritura: desde el estado de inocencia original hasta la caída y la redención. Pero este ritmo tríadico de inocencia, caída y redención se resuelve en términos puramente humanos. El pecado es rechazado, porque al principio el hombre era absolutamente inocente (se podría decir: Rousseau o la inocencia original, en vez del pecado original). Pero el ginebrino afirma también la involuntariedad de la caída, que es quizá la negación más absoluta del pecado.

En el principio sitúa un hombre absolutamente inocente, que vive en armonía con la naturaleza, pero que sale de ella por un suceso misterioso que no les es imputable. Apartado sin culpa de la originaría condición de felicidad perfecta, de quietud, de absoluta tranquilidad, el hombre «cae». ¿De quién es la culpa? Rousseau es categórico: de la sociedad; la entrada en ella es el equivalente de la caída de Adán. Entrar en la sociedad significa hacer triunfar lo exterior sobre lo interior, la apariencia sobre el ser, la lucha sobre la tranquilidad. ¿Cómo se sale de esta condición de decencia en la que cada uno trata de aprovecharse del otro y de dominar a los demás? La solución es doble: en un primer momento, para Rousseau se sale de la caída en lo social mediante la constitución de una «sociedad perfecta», en la que el individuo se consagra plenamente al "todo» social, renunciando por completo a su individualidad que ha sido corrompida en el proceso social anterior.

Esta primera solución roussoniana, la más conocida, hace de la sociedad política el todo perfecto y perfeccionado. La segunda solución es la última en la aventura existencial de Rousseau. Advirtiendo el fracaso de sus ideas, propuso indirectamente, y con el ejemplo de su vida, el retorno del individuo a la naturaleza y a la soledad en ella.

Por tanto, el pecado no es nunca del individuo (porque el individuo era originalmente bueno), sino que deriva de la relación social: la sociedad es culpable, y sólo la sociedad perfecta puede redimir. Y si ésta no lo consigue, la naturaleza.

HEGEL: EL ESTADO SALVA

La solución de Hegel es distinta. Podría definirse como una solución realista, porque para Hegel el pecado original señala el nacimiento del hombre. No es una caída, sino el despertar, la toma de conciencia del hecho de ser hombre y, por tanto, la renuncia a la ilusión de ser Dios. El pecado original es el primer signo de lo más típico del hombre: la actividad, el hacer. Pero también para Hegel hay una caída, cuando el individuo advierte la ruptura entre su propia conciencia, portadora de universalidad, y el empirismo de la realidad y de los demás. Para superar esta escisión, el individuo se reabsorbe en la sociedad política, en el Estado: encontraba así en la sociedad su dimensión real de ser limitado, y se complementará en un todo humano, social, que le dará su perfección histórica.

También en el caso de Hegel el individuo, al principio, carece de culpa, pero no se basta a si mismo, y para salir verdaderamente de su condición limitada debe ser absorbido en la sociedad ético-política: el Estado.

SAINT-SIMON: DORMIR LA NATURALEZA

Para Saint-Simon, pensador de los orígenes del positivismo, el mal consiste en el poder del hombre sobre el hombre, que es la consecuencia de un hecho externo: la escasez o la ausencia de bienes que obliga a los hombres a luchar entre ellos. Este mal desaparecerá cuando, a través de la organización científica de la sociedad, el hombre  - en vez de tratar de dominar a los demás hombres - se dedique a dominar la naturaleza. Aquí se abre otra dimensión, desconocida hasta entonces por el pensamiento moderno: la regeneración del hombre mediante el dominio social de la naturaleza.

Una vez más, no es el individuo en si mismo la fuente del mal, sino que ésta es algo externo; no es ya la sociedad corrompida de Rousseau o la conciencia dividida entre individualidad y sociabilidad de Hegel, sino el ambiente exterior, la condición de vida en la que se encuentra el hombre: la pobreza.

MARX: LA PROPIEDAD CORROMPE

Tampoco para Marx el individuo es en si mismo pecador o culpable; quien puede hacer el mal o decide hacerlo es la organización social. Un cierto tipo de organización - la que se funda sobre la propiedad privada de los medios de producción -  hace presente al mal entre los hombres y les obliga a cometerlo. La revolución, el cambio de la relación de producción, llevará a una sociedad perfecta y, por tanto, a la liberación total del hombre.

En todas estas posturas filosóficas se afirma, directa o indirectamente, que no es el individuo singular quien peca, sino la condición infeliz de cada uno, que debe ser superada, o la organización social que está equivocada. Temáticamente, estas cuatro grandes posturas son las que dominan la cultura moderna directa o indirectamente. Sus huellas pueden encontrarse en los periódicos, si alguien tuviese la paciencia de analizarlos. El hecho es que estas cuatro son las principales directrices del pensamiento y los cuatro sentidos en los que se niega la idea del pecado; dominan toda la cultura (por lo menos la externa) y la llamada «civilización» de nuestro tiempo.

Esquematizando sus planes operativos, pueden dividirse en dos grandes líneas. En la primera, el individuo solo no se basta para salvarse del mal, del pecado, misión que corresponde a la sociedad bien organizada, a la sociedad perfecta o al menos reformable. En la segunda (representada por el Rousseau de la segunda época) el pecado está, en cambio, en la sociedad in se y per se, y es necesario huir de ella.

Son dos soluciones radicales: no hay término medio entre ellas y ninguna admite la presencia de un principio distinto. O el individuo es completamente bueno, y entonces es preciso huir de la sociedad, o el individuo es completamente insuficiente y por tanto necesita recurrir a la sociedad. En ambos casos se indican vías de salvación uniformes que no admiten complejidad dialéctica.

II. VITALISMO QUE ENMASCARA LA ANGUSTIA

EL HOMBRE MONOLÍTICO

Aunque pueda parecer extraño, la primera consecuencia de la negación de la idea del pecado es que se puede construir una interpretación subjetiva del mundo. Se podrá objetar: si el individuo es superado por la sociedad, según mantiene la mayor parte de estas tendencias, ¿cómo se puede hablar de subjetivismo? Pero, la realidad es que toda la filosofía moderna puede clasificarse como metafísica de la subjetividad. Su fundamento es el sujeto, único punto válido de partida y de referencia del conocimiento, de la historia, de la moral; compacto, uniforme, monolítico, no está dividido en si mismo, como implica el pecado.

El subjetivismo comporta una construcción totalmente antropocéntrica. Precisamente porque el hombre es monolítico - sea bueno o malo - sólo se puede y se debe construir partiendo de él. Es justamente lo contrario al dualismo antológico, según el cual nosotros somos, como decía Kierkegaard, síntesis de eterno y de contingente, de limitado e ilimitado. Al no darse ese dualismo, que constituye la explicación del pecado, no se puede partir más que del sujeto, y lo eterno será considerado como una ilusión del hombre. Desaparece así el estimulo critico que sólo la presencia inquietante del infinito puede suscitar en él.

LA COLECTIVIDAD COMO REFUGIO

La consecuencia fundamental de la pérdida de la idea del pecado es la posibilidad de una construcción del mundo exclusivamente antropocéntrica sobre la base de un hombre que es solamente hombre, es decir, solamente limitado, contingente y relativo. La concepción según la cual la limitación del hombre está ligada a su aislamiento, al que sólo puede poner remedio la sociedad, pasa históricamente por tres fases, muy cercanas a nosotros (desde el siglo XIX hasta ahora). En la primera fase se confía en la capacidad socialmente creadora y positiva del individuo; se piensa que sólo en la sociedad el hombre consigue superar la infelicidad que el pecado representaba. En esta primera fase, que corresponde a un cierto desarrollo cultural e industrial, se puede decir que el triunfo de lo humano se confía a las capacidades del individuo que se consideran ilimitadas. Cuanto más actúa el individuo, tanto más actúa el bien de todos.

Esta es la fase más criticada, sobre todo en nuestros días, porque el caótico obrar de los individuos no ha sido tan armonioso como se pensaba. Por el contrario, ha permitido que los más fuertes aplasten al resto.

En la segunda fase, la confianza en el individuo se transfiere a la confianza en la colectividad. Antes se tendía al bien mediante la sociedad, pero se consideraba que el equilibrio social provenía del despliegue de las fuerzas individuales. Ahora, en cambio, la esperanza de progreso está en la colectividad; podrá ser la patria o la clase, pero lo importante es que dé un sentido de integración y de plenitud, ofreciendo así al individuo la posibilidad de superar su angustia existencial y su insuficiencia. Por eso esta sociedad debe ser organizada perfectamente, de modo que supla las deficiencias del individuo.

En la tercera fase, que se entrelaza con la segunda y es la que estamos viviendo, esta confianza en la sociedad va unida y se basa en la confianza en el dominio social sobre la naturaleza.

LA REDENCIÓN TOTALITARIA

Del primado de la colectividad se tienen dos versiones: una absoluta y otra moderada. La primera se actúa en el totalitarismo. En ella se da la negación más radical del pecado, porque la sociedad está más allá del bien y del mal, por no decir que es el bien absoluto. Al totalitarismo se aplica plenamente una conocida expresión, repetida en varios idiomas: right or wrong my country: justa o injusta, es mi patria. La liberación total del pecado se consigue solamente en esta colectividad totalitaria y redentora, que está fuera de todo posible juicio.

La explicación metafísica de las ideas totalitarias es ésta: si se atribuye a la sociedad el poder de salvar al individuo, falible e incapaz, está claro que la integración deberá ser lo más total posible para que la salvación pueda ser radical. Asi se llega a la supresión de todo individualismo y a la deificación de la sociedad. Sólo una posibilidad le queda al individuo: la de creer fanáticamente en la sociedad, si es que se puede hablar de individualidad donde hay fanatismo. La deificación de la sociedad supone que respecto a ella sólo hay deberes, pero no derechos. Adviértase que precisamente en estos términos situaba Kant las relaciones entre el hombre y Dios. Para Kant la relación entre un hombre y otro implica recíprocamente derechos y deberes; la relación entre el hombre y las cosas es aquella en la que el hombre sólo tiene derechos; y entre el hombre y Dios, el hombre sólo tiene deberes. Ahora Dios es sustituido por la sociedad. Por tanto, ésta no se equivoca nunca, y si algo no funciona, la culpa es siempre del individuo, acusado de egoísmo, indisciplina y sabotaje, y sometido a una implacable y continua vigilancia. Si la sociedad es la perfección, el individuo será mirado siempre como sospechoso pon que, haga lo que haga por si o para si, se separa del todo y no sólo recae en la condición de «pecado», sino que impide que se salven los demás, puesto que la salvación depende del hecho de que todos sean absorbidos por el todo. Se carga al individuo con infinitos deberes y responsabilidades, sin ser nunca responsable ante si mismo, sino ante la sociedad. Esta es la razón por la que el individuo es manipulado cada vez más por la propaganda y la presión psicológica.

Atribuir a la sociedad la capacidad de salvación tiene otra consecuencia. A pesar de todo, ninguna sociedad real {modelada según criterios de perfección que deberían ser seguros, por ejemplo, según las leyes materialistas de la historia) ha conseguido construir el inmenso hormiguero en el que uno se sienta satisfecho de servir al todo. Por eso, a la constante insatisfacción personal por los resultados sociales, se responde con la proyección en el futuro: la felicidad no es para hoy, sino mañana, la tendrán las generaciones futuras. La esperanza en el futuro se convierte en el instrumento último para convencer al individuo de que se haga parte del todo, de esa sociedad perfecta.

La proyección en el futuro es una «fuga» para esconder la dura realidad del hoy.

EL MODELO ESCANDINAVO

Consideremos la otra versión: aquella en la que el primado de la sociedad se toma en sentido moderado, y no se piensa en una verdadera y propia deificación de la sociedad ni en ahogar las individualidades. Es una concepción que puede calificarse de social-demócrata, «escandinava»; en ella no hay ninguna de las esperanzas que he descrito, pero sigue firme el principio de que sólo nos salvamos en la sociedad y a través del vivir social.

El efecto es completamente opuesto: mientras que en el primer sentido de la sociedad redentora el individuo tenia sólo deberes, aquí, en cambio, sólo tiene derechos. Consciente de su propia incapacidad y debilidad, ei individuo exige a la sociedad todo lo que le falta: debe asistirle, curarle, educarle, y satisfacer todas las exigencias individuales. El Estado debe proveer a todo, porque es el administrador-suministrador. El individuo se convierte en el eterno pedigüeño de la sociedad. Tampoco ahora es responsable nunca: si se ha equivocado y no ha triunfado en la vida es porque la sociedad le ha educado mal si está enfermo es porque la sociedad no le ha dado los medios pará curarse, etc. En resumen, el individuo es limitado, pero carece de culpa; por eso, quien debe completar su limitación y satisfacer todos sus deseos es ia sociedad, que se presenta con un aspecto benigno y paternalista.

PRIMACÍA DEL BIENESTAR

Privado del sentido de su propia culpa y debilidad, el individuo sólo piensa en «poseer»: si se equivoca o no es feliz, la culpa no depende nunca de una respuesta inadecuada a la dialéctica interna que deriva del dualismo antológico, sino siempre y sólo de una falta de medios, de instrumentos o de bienes. Asi se llega a la primacía del tener sobre el ser: y por eso es necesario que la sociedad dé «cosas» para colmar la deficiencia del individuo. Se traslada el problema de la salvación al problema del bienestar. Lo hacia notar un pensador que militó en las filas del marxismo, Horkheimer, para quien, en la sociedad actual, el bienestar material ha sustituido a la salvación del alma como fin del hombre, precisamente por haber negado el pecado. Lo exterior prevalece sobre lo interior, y el individuo se despersonaliza.

Tanto en la solución radical como en la moderada, la sociedad es todo y debe hacer todo, anulando cualquier iniciativa personal o satisfaciendo todos los deseos del individuo.

Con esta clave se pueden explicar algunas posturas típicas de nuestra cultura laica. Me he referido ya a la proyección en el futuro (válida también para la versión moderada), y a la primacía del «tener» sobre el «ser»; pero es preciso recordar también cómo todo se resuelve en política. La hegemonía actual de la política se deriva de haber atribuido a la sociedad un poder salvífico. Pero donde todo es política, cualquier acto humano tiene sólo valor político: cualquier gesto de simpatía, de humanidad, de compasión, o de solidaridad, no es juzgado por su significado humano, sino exclusivamente por su significado político: ¿es útil o no es útil?

EL SENTIDO DE LA MUERTE

Estas son, en el plano socio-cultural, las principales consecuencias de la pérdida del sentido del pecado. Además, hay otras en el plano personal. Para el cristianismo «el estipendio del pecado es la muerte»: la muerte adquiere sentido por su relación con el pecado. Pero, siendo consecuentes, la pérdida del sentido del pecado implica también la pérdida del sentido de la muerte, y esto se produce indefectiblemente: la muerte es un acontecimiento sin sentido para el hombre moderno, un hecho incomprensible, puramente material.

Y, naturalmente, si la muerte no tiene sentido, lo que adquiere un significado total (y no ya correlativo) es el vitalismo. Hoy el vitalismo se impone como valor supremo. En primer lugar, en su forma más evidente: el vitalismo como juventud. Basta pensar en el furor de lo joven (y no me refiero a los movimientos juveniles, sino a las modas de los adultos); la desenfrenada carrera por querer ser o parecer joven a toda costa, por valorar sólo a quien es joven, es la consecuencia de haber perdido el sentido de la muerte.

EL CULTO AL CUERPO

Pero aún hay más: si el vitalismo tiene su expresión más evidente en la juventud, su realidad más concreta es el cuerpo. El culto a la vitalidad comporta la adoración al cuerpo: podría decirse que vivimos en el marco de una filosofía, de una cultura del cuerpo. Es un fenómeno extraordinariamente significativo, que hace pensar en el ideal griego de la belleza física: en realidad, es algo completamente distinto. Sobre el ideal griego de la belleza física gravitaba siempre la tristeza de la muerte que domina toda esa civilización; en segundo lugar, el cuerpo era exaltado como forma, por su perfección: ideal que vuelve con los grandes pintores y artistas del Renacimiento. La belleza física era un paso previo a la belleza espiritual, mientras que hoy lo que vale es el cuerpo en su vitalidad, en su «corporeidad», en sus instintos más radicales: lo bello o lo feo no importan con tal de que sean vida, impulso que mantenga alejada la idea de la muerte. De ahí que prevalezca el naturalismo sobre el significado que, para el hombre, tiene o debería tener la muerte.

Es este un significado decisivo para una correcta antropología, a cuya luz el hombre aparece como el ser que sabe que debe morir. Rechazar ese saber implica la exaltación naturalista de todo lo que, por el contrario, es fuerza vital y expansiva. Lo curioso es que, anulado el sentido de la muerte para exaltar sólo el sentido de la libertad vital, se oscurece también el sentido de la vida. La vida no es jamás mera ausencia de muerte. Recuerdo la magnifica frase de San Agustín: «Todas las cosas nacen y crecen, y cuanto más crecen para su ser, tanto más crecen para no ser». San Agustín subraya así el crecimiento paralelo de la muerte y de la vida, confirmado en nuestros días por la tesis de Heidegger sobre el hombre como «ser para la muerte». Todo eso es negado por el naturalismo vitalista. Pero entonces, perdido el sentido de la muerte, también la vida pierde sentido y se convierte en simple ausencia de muerte; no requiere más profundización ni tensión, sino solamente la voluntad de vivir donde sea y como sea. Se da una total despersonalización del individuo que, privado de cualquier problema interior respecto al trágico hecho de la muerte, sólo trata de vivir: ¡su última esperanza es la mítica hibernación! ¡En qué espantosa amenaza para los vivos podría convertirse esa esperanza! Únicamente el loco optimismo positivista de algunos científicos puede alimentarla. Piénsese en una tierra poblada de cuerpos hibernados que esperan despertar para arrebatar a los demás los bienes disponibles, en una lucha desesperada para poseer, para tener, para dormir…

EL VÉRTIGO DEL INSTINTO

La total falta de responsabilidad del individuo que ha perdido el sentido de la muerte provoca, por tanto, una absolutización de los instintos naturales. Perdida la conciencia del pecado, el individuo llega a la negación de la muerte como criterio de juicio para su propia vida, y por eso se entrega a los impulsos vitales que le urgen desde dentro y se traducen en una voluntad de poder y de dominio.

Es casi inútil decir que de este modo se pierde cualquier sentido cristiano de la vida y de la muerte, es decir, de la muerte como tránsito y como hecho redentor para si y para los demás, que debe afrontarse con Cristo a la luz de Su muerte.

La civilización hoy dominante se ha construido y se explica precisamente con la negación del pecado en todas sus dimensiones personales y sociales y con la supresión del sentido de la muerte. Y, sin embargo, esta civilización no ha suprimido la angustia que el hombre experimenta cuando advierte que es limitado, necesitado de una ayuda que nunca encuentra de modo suficiente en la sociedad. Nuestra civilización se ve obligada a poner el fin de esa angustia en un futuro terreno, si, pero indefinido y mítico. Muchas son las voces que indican cuál es la lección que hemos de sacar de todo esto. He recordado poco antes a Heidegger a propósito de la recuperación del sentido de la muerte como premisa para rencontrar el ser. Recuerdo una vez más a Horkhelmer, para quien la ciencia y el bienestar llevan a un mundo burocratizado y manipulado, del que únicamente podrá salvarnos el reflexionar sobre el «hecho de que el hombre debe morir», que suscita «la nostalgia del totalmente Otro».

Por tanto, no son sólo los cristianos quienes advierten lo ilusorio y lo peligroso del vértigo de poder, individual o social, en el que el hombre contemporáneo está metido al perder el sentido de la muerte y del pecado. El final de esa vorágine, como hemos visto, no es la liberación, sino la servidumbre. La esperanza en un bienestar mundano sustitutivo de la salvación se revela como mistificador y despersonalizador, mientras que el estimulo de la conciencia del pecado lleva al individuo a hacerse cargo de su propio destino y del de sus hermanos en un consciente y responsable uso de la libertad.

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HALLAZGO DE LA SANTA CRUZ - 03 DE MAYO



La galanura de mayo ofrece a la vida, sobre los altares de la primavera, un cáliz opulento de rosas. Pienso en el buen Dios que, cada amanecer, pone un lujo de diamantes en el rocío, canciones en los pájaros, oro maduro en los trigales y una tierna esperanza en el corazón del hombre. Suspira San Juan de la Cruz, escoltado por los ángeles que habitan el aire inocente del alba: "¡Oh bosques y espesuras, plantadas por la mano del Amado!". Y le responden, en un salterio de colores y de perfumes, todas las criaturas humildes que resucitan con la primavera  - las golondrinas, las aguas de las fuentes, los almendros - para que el alma enamorada se acerque más a su Dios.

Todo vuelve a vivir ahora. Porque no sabemos dónde  - si en la brisa o en la estrella, a las orillas del mar, entre las palmas del huerto o en la pequeña casa de nuestro corazón - unas campanas celestes repican sus aleluyas de júbilo a Jesucristo resucitado, que se alza de su sepulcro, como Dux invencible de la vida. Miradle cuando se aparece de hortelano a la Magdalena, de peregrino a los peregrinos de Emaús, que arrastran, en la sobretarde, las sombras de su propia melancolía, entre un cansado andar de dudas y de incertidumbres. Y, en el Cenáculo, al fin, como Maestro, en medio de los apóstoles. Al abrir, de saludo, sus brazos, para que se certifiquen de que no es un fantasma, una claridad sangrienta anuda las cinco rosas de sus llagas sobre la carne real, pero celeste. Y, así, la cruz nos queda en el mundo redentora, palpitante, viva.

Para la augusta fiesta de este día escribió San Pablo a los gálatas: "Nosotros sólo podemos gozarnos en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, en el cual reside nuestra resurrección y nuestra vida, y por el que hemos alcanzado la libertad y la salud". Y entonces, como un eco risueño de este "introito" que canta la santa misa, todas las flores de la primavera se suben impacientes a los altares de mayo para ungir de su gozo la gloria de la cruz. Os diré los motivos.

En los días cruciales de la disolución del Imperio romano. Parece increíble que aquella orgullosa república, extendida por todo el orbe conocido, con la geografía de sus calzadas y el ímpetu de sus legiones, hubiera de desmoronarse ante la pequeña comunidad de creyentes sembrada por Pedro entre la tiniebla de las catacumbas. Y así fue, contra todos los pronósticos racionales y los paganos augurios de los Césares.

La nueva religión de la cruz, purificada en las controversias de los retóricos y de los sofistas, ha crecido en multitud de milagros, cuando los emperadores la creían aniquilada con la arbitrariedad de sus edictos de persecución. El testimonio de la sangre siembra poderosos crecimientos. Y el misterio vital, paradójico, de la cruz hace que la carne destruida y caliente de los mártires no sufra los rigores de la corrupción, sino que palpite, con una elocuente y divina presencia, en los discursos del Foro, en los juegos sensuales de las Termas, en la solemnidad del Senado, hasta subir a la cúpula del Capitolio para imperar desde allí.

Ahora son los mejores. Y tanto influyen en la conciencia del pueblo que el Imperio no les puede ignorar. El edicto de Galerio plantea el difícil tema de los cristianos en su punto más realista. Por el futuro de la república, incierto ya y vacilante, se impone una tregua política, que, en la realidad, nada resuelve. Sólo la libertad de la Iglesia de Cristo pondrá paz en los corazones y grandeza en el regimiento de los ciudadanos destinos.

Pues el hombre volcado a tan augusta empresa es Constantino. Eusebio de Cesarea nos describe en su Historia el perfil de este príncipe pagano. "Era, en su juventud florida, de talla eminente, la fisonomía noble y hermosa, fina y fuerte su musculatura. Pero aún subyugaba más por la ternura de su corazón ancho y por la luz de sus ojos que irradiaban realeza y poder". De otras fuentes sabemos que amaba la soledad meditabunda y que su alma no se saciaba en las filosofías groseras del politeísmo, sino que trascendía a la busca de la única Divinidad, a quien, aun sin conocerla, gustaba de invocar con el nombre de "Padre del cielo”.

Imperaba en las Galias, compartiendo el poder con Majencio y Licinio. Los reinos divididos dan en la disolución y en la ruina. Y la guerra estalla entre los tres, como siempre, por piques de rivalidad y de soberbia. Constantino es multitudinario en el fervor de su pueblo y entre sus fieles legiones. Semejante aureola recome a Majencio, que pretexta vengar con sangre el supuesto asesinato de Máximo Hércules, por intrigas de Constantino. Pero el gran viento de las victorias empuja a los cien mil soldados desde las Galias hasta Turín, por Brescia y Verona, y a todo lo largo de la vía Flaminia. Constantino tenía videncias de su propio triunfo, porque no combatía solamente con sus ejércitos, sino con el poder divino de aquel anagrama que, a la luz sangrienta del otoño, resplandecía en los estandartes y sobre el pecho de sus leales, recordando otra batalla más cruel y decisiva: la de Cristo en la cruz. Y con su nombre iba seguro a la victoria.

Fue así el milagro, según lo refiere Eusebio, recogido de los mismos labios del emperador. Que a los comienzos de esta injusta guerra embargaba su espíritu el pensamiento de la muerte, como acontece a los que llevan oficio de armas. Y repasó en su memoria el fin dramático de todos los emperadores que habían perseguido a los cristianos. Sólo su padre, Constancio, encontró una muerte piadosa, tranquila, serena. ¿Acaso porque quiso bien, en amistad y protecciones, a los creyentes de la cruz? Pide entonces un signo al Señor de los Ejércitos. Y se le dio, en un estupendo milagro. Sobre un cielo deslumbrante de mediodía vio arder una cruz de sangre, con esta divisa: IN HOC SIGNO VINCES. Era el lábaro de su victoria. Y más aún. En el sueño impaciente de aquella noche Cristo se le muestra, ordenándole que sus combatientes, sus armas, sus banderas, lleven su propio nombre sacro e invencible. Y mientras aquel 28 de octubre del 312 se alza al cielo, desde las siete colinas, el incienso inútil ofrecido por Majencio a los dioses paganos, la última batalla del Puente Milvio, sobre el Tíber, proclama a Constantino emperador triunfante en la señal de la cruz.

El famoso Edicto de Milán es el ofrecimiento de su victoria a la cruz. Los cristianos se ven libres, con todos los derechos jurídicos de los ciudadanos de Roma. En su brevedad, una sola idea se repite, con clara intención, para que no haya espacio a interpretaciones o dudas: la perfecta igualdad de ciudadanía para los creyentes, a los que ningún prefecto podrá, en adelante, torturar con los garfios y las cárceles ante la pública profesión de su fe.

Y, a los pocos años, el hallazgo de la cruz, como radiante trofeo de aquella gesta castrense. Era muy lógico que Constantino y los de su casa anhelaran, muy ardidamente, poseer aquella cruz, aparecida en los cielos. Y es su madre Elena la que se pone en piadosa romería hacia Oriente. Todo esto es pura historia. La podemos seguir con Eusebio, por todo el itinerario, entre las aclamaciones entusiastas que la hacen, a su paso, las provincias del Imperio. Visita la cueva de Belén para seguir, con fidelidad, el recuerdo de la vida de Cristo. Sobre el desnudo pesebre, que profanan unos altares en honor de Adonais, edifica un templo majestuoso, "de una hermosura singular, digno de eterna memoria". Se detiene largamente en el lago, porque aquel mar de Tiberíades, que tiene geografía y curvas de corazón, palpita como el corazón de todo el Evangelio, como el mismo Corazón de Cristo. Y después a las agonías del monte de los Olivos. Y al Calvario.

En este punto nos despedimos de Eusebio de Cesarea, que nos guió minuciosamente, con sus infolios, en la peregrinación de la emperatriz. Los rigores de la crítica histórica hinchan el silencio de este escritor para tejer las insidias de la duda en la maravilla celeste del HALLAZGO. Pero este dato no entenebrece su perfecta historicidad. Lo consignan escritores eminentes: Rufino, Sozomeno, el Crisóstomo, San Ambrosio, y el Breviario Romano lo tiene recibido, en las Lecciones históricas, para la fiesta de este día. Además, Eusebio de Cesarea no ignora el suceso, aunque no lo consigne expresamente, pues reproduce una carta de Constantino a Macario, obispo de Jerusalén, en la que se habla "del memorial de la Pasión escondido, bajo la tierra, durante muy largos años".

Con las fuentes mencionadas podemos componer la historia así. A los comienzos del siglo IV el más inconcebible abandono cubría los Santos Lugares, a tal punto que la colina del Gólgota y el Santo Sepulcro permanecían ocultos bajo ingentes montañas de escombros. El concilio de Nicea dictó algunas disposiciones para devolver su rango y su prestigio a aquellas tierras sembradas por la palabra y la sangre del Redentor, mientras el mismo Constantino ordenaba excavaciones que hicieran posible recuperar el Santo Sepulcro.

Y allí Elena, alentando con su poder y sus oraciones el penoso trabajo. Se descubre una profunda cámara con los maderos, en desorden, de las tres cruces izadas sobre el Calvario aquel mediodía del Viernes. ¿Cuál de las tres, la verdadera cruz de Jesucristo? Y entonces el milagro, para un seguro contraste. Porque el santo obispo de Jerusalén, a instancias de Elena, las impone a una mujer desvalida, siendo la última la que le devuelve la salud. Aún la tradición añade que, al ser portada la Vera Cruz, procesionalmente, en la tarde de aquel día, un cortejo fúnebre topó con el piadoso y entusiasta desfile, y, deseando el obispo Macario más y más certificarse sobre el auténtico madero, mandó detenerle, como Jesucristo en Naím, cuando los sollozos de la madre viuda le arrancaron del corazón el devolverle la vida a su único hijo muerto. Se probaron, con el que llevaban a enterrar, las tres cruces, y sólo la que ya veneraban como verdadera le resucitó. Era el 14 de septiembre del año 320.

La emperatriz Elena, en nombre de su hijo, edificó allí el "Martyrium” sobre el sepulcro, dejando la cruz, enjoyada en riquísimo ostensorio, para culto y consuelo de los fieles. Una parte fue enviada a Constantino, junto con los cinco clavos, dedicando a tan insignes reliquias la basílica romana de la Santa Cruz de Jerusalén para que toda la cristiandad la venerara y fortaleciera también la "Roca" de Pedro. Dictó, además, Constantino un decreto, por el que nadie sería en adelante castigado al suplicio de la cruz, divinizada ya con la muerte del Hijo de Dios.

Las cristiandades de Oriente celebraron este hallazgo de la cruz con la pompa hierática de su rica liturgia, en el "Martyrium" de Constantino, consagrado el 14 de septiembre del 326. Precedían a la fiesta cuatro días de oraciones y rigurosos ayunos de todas aquellas multitudes que afluían de Persia, Egipto y Mesopotamia. Allí encontró su camino de santidad una mujer egipciaca pecadora que, como la Magdalena, se llamaba María.

Muy pronto la fiesta del hallazgo se incorporó a las liturgias de toda la cristiandad cuando fueron llegando a las Iglesias occidentales las preciosas reliquias del "Lignum Crucis", como regalo inestimable para promover entre los fieles el recuerdo vivo de nuestra redención.

Tres siglos después - 3 de mayo del 630 - acontecía en Jerusalén otro suceso feliz. El emperador Heraclio, depuesta la majestad de sus mantos y de su corona, con ceniza en la cabeza y sayal penitente, portaba sobre sus hombros, desde Tiberíades a Jerusalén, la misma Vera Cruz que halló Elena. En un saqueo de la Ciudad Santa fue sustraída por los infieles persas. Y ahora era devuelta al patriarca Zacarías con estos ritos impresionantes de fervor y humildad.

Las liturgias titularon este acontecimiento con el nombre de “Exaltación de la Santa Cruz". Y, aunque las Iglesias occidentales acogieron con entusiasmo semejante recuperación definitiva del Santo Madero, sólo muy tardíamente fue conmemorada su fiesta, según se ve en el sacramentario de Adriano. El tiempo confundió la historia de ambas solemnidades. Y todo el Occidente cristiano, dando mayor acogimiento y simpatía al hallazgo de la cruz, lo celebró siempre en este día 3 de mayo, dejando para el 14 de septiembre la memoria de la "Exaltación”.

Escribía De Broglie en el pasado siglo: "A la nueva de que Jerusalén se alzaba de sus ruinas, coronada por la verdadera cruz de Cristo, escapóse un grito de alegría de toda la familia cristiana. Dios acababa de consagrar, con un postrer milagro, el triunfo ya maravilloso de su Iglesia. ¡Qué espectáculo este resurgimiento, desde las entrañas de la tierra, de los instrumentos del Suplicio divino, convertidos en una señal de dominación y de victoria. Se creía hallarse presente a la resurrección universal y ver al Hijo del Hombre, entronizado en la nube, venir para coronar a sus fieles servidores".

Pero la cruz de Cristo resume, en su íntima teología, todos los misterios estremecidos que hilan el dogma de la religión cristiana. Dos proyecciones hacia el infinito: la una, fragante de luz; la otra, sombría de sacrificio y de sangre.

Como signo de libertad para todo el linaje humano, resplandece victoriosa, presidiendo el desfile apresurado de las edades, de las civilizaciones y de la culturas, con una viva presencia impresionante, en todos los corazones que creen, que esperan y que aman. El navío de Pedro puede marear seguro, hasta que pase este mundo y su figura, todos los mares amargos y difíciles, porque lleva, en la vela latina, el signo inmortal de la cruz.

Ella es cima de heroísmos sobre los pechos de los cruzados, engarzada a un laurel perenne de sangre y luz en la pluma de Santo Tomás, que escribe constelaciones de sabiduría; sacrificio en el puño de las espadas que se emplean en los combates de la justicia; amor en los ojos arrobados de Santa Teresa; señorío en la cúpula de todas las coronas; eterno descanso sobre la tierra humilde de las tumbas. ¡La cruz no es sólo bandera de esperanza, sino evidencia gozosa de inmortalidades, porque nos libertó, con su poder divino, de todas las servidumbres del demonio, de las agusanadas ligaduras de la muerte y de la muerte eterna de nuestro pecado! Pero tiene otra cara, también, de suplicio y de escándalo, de agonías desamparadas y de victimación. Aquel día del paraíso, cuando un crepúsculo de melancolía ensombreció toda su plural hermosura, el árbol de la vida, mancillado por el ansia de nuestros padres, quedó allí, como argumento justo de nuestro destierro en el valle de lágrimas que es el mundo, Y había tan infinita fealdad en aquel pecado de origen que sólo Dios podía saldar adecuadamente la deuda. Pues la respuesta al árbol del paraíso está en el árbol de la cruz. Árbol joven, vitalísimo, pero desnudamente sangriento, porque ha servido de altar al sacrificio hasta la muerte del Hijo de Dios, Jesucristo.

El sencillo esquema de su mensaje, del misterio amoroso de su Encarnación, cuando se hace Hombre, inscrito en las miserias de nuestra mortalidad, podía enunciarse así: "Para hacernos conformes con su imagen". Para que echemos toda nuestra vida incierta y angustiada en el molde caliente de su propia vida. "Aprended de Mí", nos enseña. Y nos invita: "Si alguno quiere venir conmigo, que tome su cruz y que me siga". Luego esta cruz, que ahora conmemoramos, debe presidir nuestras vidas y nuestro destino.

La ascesis cristiana aprieta cinturas de ceniza y ayuno a nuestra carne, coronas de espino a nuestro corazón, soledades de agonía al alma. Y, sin embargo, la nuestra es religión iluminada de afirmaciones y optimismo, de infinita belleza porque se nutre del amor. Porque Cristo y su cruz, después de todas las humillaciones y fracasos, entre las burlas y los retos de aquélla chusma que a sus pies bramaba, se alzó - cruz de luz - a las eternas victorias del cielo. Tenía un nombre - Cristo y su cruz -, dado por el Padre, que era superior, en poder y señorío, a todos los más altos y orgullosos nombres. Y ante ese Nombre doblan su adoración los cielos, y sus humildes súplicas la tierra, y su rabia impotente los abismos.

Por eso la primavera ofrece a esta “Cruz de mayo” esclarecida y deslumbrante de vida, un cáliz opulento de rosas. ¡Que también la rosa de nuestro corazón, encendida y caliente, se enrosque, como el de la Magdalena, a las glorias y las victorias de la cruz!

FERMÍN YZURDIAGA LORCA