lunes, 10 de diciembre de 2012

LÉEME ABUELITO, LÉEME


Sus ojos se humedecieron con lágrimas espontáneas mientras Nicole ascendía a su regazo y se acomodaba contra su pecho. Su pelo acabado de lavar y secar, olía a limón. Palpó su mejilla suavemente, mientras ella descendía. Con ojos claros de color azul-verdoso, ella contempló su rostro con expectación, le acercó el raído y familiar libro de cuentos y dijo: “¡Léeme abuelito, léeme!”

“Abuelito” James ajustó cuidadosamente sus anteojos, aclaró su garganta y comenzó a leer la acostumbrada historia. Nicole sabía las palabras de memoria y con emoción “leía” al unísono. A cada rato él omitía una palabra: ella delicadamente le rectificaba. “No, abuelito, no es eso lo que dice, intentemos de nuevo para que lo hagamos bien”.

Ella no tenía idea de cómo su pureza de corazón enternecía su alma o cómo su simple confianza en él, lo conmovía.

La infancia de James había sido diferente, caracterizada por una violencia existencia, recrudecida por un padre distante y exigente. Desde sus cinco años, su padre le hacía trabajar los campos de sol a sol. Los recuerdos de su niñez, a veces se prolongan para acarrear ira y dolor.

Esta primera nieta, sin embargo, trajo gozo y luz a su vida en tal magnitud que desplazó su propia infancia. Él retribuyó su amor y fe con gentileza y dedicación, proporcionando a su mundo seguridad y protección sin medida.

La relación entre ambos se conservó siempre. Para Nicole, la misma le proveyó un cimiento para la vida. Para James, sanó un pasado de dolor.

“¡Léeme abuelito, léeme!”

James Dobson definió bien lo anterior, cuando dice: “Los niños no son huéspedes casuales en nuestro hogar.”

Proverbios 17:6

Corona de los ancianos son los hijos de los hijos, y la gloria de los hijos son sus padres.

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