sábado, 6 de octubre de 2012

SAN PABLO Y LAS RELACIONES SEXUALES EXTRAMATRIMONIALES



Me he encontrado con gente que trata de justificar, basándose incluso en el silencio de la Escritura, en la licitud de las relaciones sexuales extramatrimoniales.

Más de una vez, cuando trato de explicar la doctrina de la Iglesia, me he encontrado con gente que trata de justificar, basándose incluso en el silencio de la Escritura, en la licitud de las relaciones sexuales extramatrimoniales.

El Nuevo Testamento, sin embargo, condena claramente toda relación sexual fuera del matrimonio. Veámoslo especialmente en san Pablo.

El hombre en cuanto cuerpo pertenece ya aquí a la esfera del Espíritu, por lo que nuestro cuerpo carnal es ya espiritual (1 Cor 6,17), en espera del gran día de la resurrección (1 Cor 6,14), en que estará totalmente bajo el dominio del Espíritu. Esta visión profundamente cristiana de la glorificación de nuestro cuerpo obliga al Apóstol a rechazar la tesis de los libertinos de Corinto, que, al igual que algunos partidarios actuales de la liberación sexual, lo que nos indica cómo los problemas se repiten, sostenían que la relación de la fornicación con el cuerpo debe verse con el mismo relativismo que la relación de los alimentos con el vientre, no teniendo la fornicación más valor desde el punto de vista moral que los actos de la función nutritiva.

Las cartas paulinas enumeran a menudo la castidad entre los principales signos de conversión a Cristo, y la exige al hombre cristiano que vive según el espíritu de Cristo (2 Cor 6,6; 1 Tim 4,12; 5,2; Tit 2,5). Al abrir a las mujeres cristianas la posibilidad de seguir siendo vírgenes, Pablo afirma que tanto ellas como ellos son fundamentalmente iguales, valorando a la mujer en sí misma, lo que es ciertamente una afirmación notable para aquella época, y no sólo en función de su relación sexual con el varón (1 Cor 7, 34-40). En los catálogos de pecados que excluyen del reino de Dios, están también los pecados contra la castidad y la carne (1 Cor 6,9; Gál 5,19; Ef 5,3-5), si bien cuando nos exhortan a luchar contra la carne, los autores bíblicos no condenan el placer corporal, sino el endurecimiento del corazón y el mal uso de la sexualidad, quedando claramente condenada toda relación sexual fuera del matrimonio legítimo: adulterio (1 Cor 6,9; Rom 2,22; 7,3; 13,9), incesto (1 Cor 5,1-13), homosexualidad (1 Cor 6,9; Rom 1,26-27), fornicación (1 Tes 4,3; Gal 5,19) y prostitución (1 Cor 6,12-20; 10,8). Para san Pablo, la prostitución de un cristiano es una alienación total y sin reserva de un miembro de Cristo en provecho de una prostituta (1 Cor 6,15).

A la unión íntima existente entre el bautizado y Cristo sucede otra igualmente completa pero radicalmente distinta entre el pecador y la meretriz.

Evidentemente, Pablo condena la impureza como una falta grave, siendo muy severa su condena de las relaciones homosexuales, llegando incluso a asociar desorden sexual e idolatría, con la consecuente pérdida de la herencia del Reino de Dios (Rom 1,24-27; 1 Cor 6,9; 10,6-8), si bien considera posible el perdón y la segunda conversión (1 Cor 6,11; 2 Cor 12,21), incluso para las faltas más graves, como es el caso del incestuoso de Corinto, cuya excomunión y entrega a Satán tiene un claro carácter medicinal, pues es un medio para conseguir la salvación espiritual del culpable (1 Cor 5,5). Esta relación entre las falsas doctrinas y los instintos de la carne se encuentran también en la segunda carta de san Pedro (2,10-18) y en la de san Judas (v. 8 y 16). La fornicación es, por tanto, una falta contra el amor que niega el sentido de la sexualidad y ofende a la dignidad humana.

Por el contrario, la sexta bienaventuranza proclama: “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8). En Mt 15,1-20 y Mc 7,1-23 Jesús subraya la importancia de la pureza interior, la que procede del corazón. Ya no basta con no cometer adulterio, sino que es preciso conservar limpia la mirada (cf. Mt 5,27-30). La pureza del corazón es el preámbulo de la visión de fe, mientras que la corrupción sexual hace que el hombre se vuelva ciego a las realidades espirituales. Ya desde ahora esta pureza nos concede ver según Dios y buscar hacer la voluntad de Dios con un compromiso íntegro e indiviso, para lo que hay que tratar de recibir al otro como “un prójimo”, y considerar al cuerpo humano, al mío y al del prójimo, como un templo del Espíritu Santo y una manifestación de la belleza divina.

Pedro Trevijano

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